Iglesia de Copacabana.
En tiempos pasados no se entraba a la escuela hasta no haber cumplido los 8
años. A mi me costó mucho trabajo el despegarme de mi madre para ir a aprender las primeras letras en la escuela Urbana de Varones como se llamaba para aquellos tiempos, pero con el correr de los días me fui amoldando y ya correteaba por los patios de recreo que era dónde más me amañaba. Cuando estaba en el salón de clases (que era inmenso y de ventanas altas), se escuchaba a eso de las tres de la tarde, siempre dos sonidos que se quedaron retumbando en mi memoria para siempre.
El pueblo era pequeño, de unos 5.000 habitantes. No había el retumbar de los motores de los carros, ni algarabías de los ciudadanos, todo era paz y tranquilidad en el poblado y sobre todo a esa hora en la que dicen que Cristo murió. A mis oídos llegaba desde muy lejos el repiquetear de los martillos de una fragua, en dónde unos hombres toscos, fuertes y mal hablados, construían herramientas para el trabajo del campo. Ese sonido era cómo una música que me adormecía de la cual salia cuando el maestro envalentonado gritaba: "¡Mejía, despierte que estamos en clase!" Sentía que cambiaba de colores, tiritaba cómo si estuviera en el polo y sólo esperaba que sonara la campana, para regresar a mi hogar y maldecía aquel martilleo que me había hecho regañar y ya no me importaba aprender a escribir mi nombre, ni 2+2=4, ni quería saber de religión; que va, era mejor estar en casa en brazos de mi mamá.
Cartilla en que se aprendía a leer.
El otro sonido que me perturba y que aún me pregunto: ¿Por qué lo hacía a la misma hora?, es aquel de un burro de uno de los hombres ricos del poblado, Don Ramón Arango Isaza, que tenía una finca en la parte alta del pueblo a la margen izquierda del río. El animal era cómo un reloj de gran exactitud. En el campanario de la Iglesia sonaba las tres campanadas y aquel animal empezaba a rebuznar tan fuerte que se escuchaba por todo el contorno. Las personas de todo el sitio sabían que eran las tres de la tarde y se preparaban para esperar a sus hijos que saldrían de las escuelas. Hoy me pregunto: ¿Por qué lo hacía y a la misma hora? ¿Qué lo inducía a ésto? ¿Cómo cogió el hábito de dar la hora? La vida es una cajita llena de sorpresas.
Estos son los instrumentos de una fragua.
El amor por el pasado no es una enfermedad de los viejos, es ligar el tiempo ido con el presente, para que los que lleguen conozcan que era el ayer y lo disfruten; porque la historia es primordial para encontrar soluciones en el hoy, que tanta falta está haciendo, para que el mundo sea más humano y no camine a la destrucción.