MÚSICA COLOMBIANA

ASÍ ESTAREMOS HOY.

miércoles, 29 de enero de 2020

LAS CHORIZADAS



FOTO DE COPACABANA DE SEBASTIÁN CORREA

Hombre, no es por chicaniar, mucho menos demeritar la vida actual, pero sí sé configuran en el recuerdo acontecimientos tan inmensamente gratos en ese ayer, ese, vivido en aquel conglomerado acorralado de verdes montañas agrietadas de surcos de honorabilidad, adormecidas bajo el impacto de olores a azahar de naranjos en capullo, guayabales adormecidos por el arrullo de cause de la cantarina quebrada, bifloras hogareñas verdes de ensoñación, policromas y cuidados extremos de delicadas manos; música antañona que arropaba el parque al rodar del tocadiscos y que la brisa la introducía por entre los postigos de ventanas “arrodilladas” ; el escuchar a la distancia los golpes en el yunque forjando el hierro, la fortaleza, creatividad y el alma. Aquel paisaje bucólico recorrido por los pies veloces, la mirada escudriñadora, se quedó para siempre haciendo roncha en la mitad del alma, de la misma forma que lo hace la flecha o la pérdida del primer amor y más hondo aún, la muerte del primer amigo qué ya nunca más alzará la copa de anís en el brindis por la amistad.
Las edades eran más o menos parejas, si acaso meses los separaban. Apareció sin saber de dónde el nombre de la cofradía: LOS GUIFAROS. Los pajaritos les tenían miedo cuando los veían en sus vuelos, armados de la cruel cauchera; los charcos de la quebrada les brindaban su profundidad verdosa, para que retozaran con sus cabellos húmedos, cuerpos habidos de aventura, soñadores e incrédulos. Cuando llegaban los tiempos de asuetos de la escuela lo disfrutaban hasta el delirio. En el morro del cementerio de la amada Copacabana, se desprendían cómo locos en hojas de palmera embadurnadas de cera. Pero había algo más que los reunía haciéndolos sociables, era la chorizada en las horas de la noche en la quebrada Piedras Blancas; cada uno de sus hogares traía algo de bastimento, ya los chorizos estaban comprados en laguna de las tiendas. La leña estaba en las orillas de palos secos de los guayabales…tres piedras y manos a la obra. Todos ayudaban a la fritanga bajo la tenue luz de la candelada, se oía el chirriar de los elementos en la paila y los hijueputazos después de las quemaduras. Aquello se podía hacer, no existían violadores, tampoco habían nacido los atracos.     

Alberto.

miércoles, 22 de enero de 2020

LA PIEDRA DE ARA


QUEBRADA ARRIBA LOS NIÑOS UNA TRADICIÓN DE COPACABANA

En el tiempo en que en Copacabana disfrutaba de los 23 grados de temperatura, la suave brisa no encontraba obstáculos en moles de cemento, los habitantes se conocían compartiendo sus viandas; los hogares llenaban los solares de árboles frutales, los animales retozaban en las inmensas mangas y la escuela Urbana de Varones, sí, esa misma conocida cómo Escuela de don Jesús, la de dos patios para desinhibición; uno con fontana incorporada, que servía para calmar la sed o, refrescar el cuerpo del sofoco de tardes de verano; aquella, de salones amplios, vastas ventanas para que el espacio pudiera compartir el aula con el aprendizaje de los párvulos de números quebrados, decimales y el respeto social. Ese lugar de primer amaestramiento, no estaba exento del temor al castigo cruel de las famosas ‘reglas’ que golpeaban varias veces las manos o lo glúteos de aterrorizados niños. Fue allí, que entre recreo y recreo escuchaba de un compañerito la famosa historia de LA PIEDRA DE ARA.

En el amplio patio de atrás llamado el Predio, amurallado por paredones de tapia que formaban un rincón en que la sombra invitaba a reposar, él, el que seguro escuchó en el hogar los misterios esotéricos que se hayan en el interior de los templos, exactamente en el altar donde los clérigos ofician las misas, se encuentra lo que en la memoria quedó gravado y que ya con todos los años encima encuentro: “(…)     Pero en la parte central taladraban un hueco de unas medidas adecuadas en los que introducían reliquias de algún santo, pedazos de lignu crucis, o talismanes sagrados para significar la conexión interna entre el cielo y la tierra, entre el oficiante y el oficio, entre el sacerdote y Dios, es decir de esta forma daban al altar la cualidad o símbolo de Cuerpo de Cristo, sobre el que conectamos con Dios.” Mi amiguito contaba con la inocencia que para aquellos tiempos existía, qué en el Sitio de la Tasajera, la Copacabana del alma, habitaban hombres que empotraron chispas de la piedra de Ara en la muñeca de la mano, usurpadas del hermoso altar recubierto de plata (que un negro día desapareció), volviéndose casi imbatibles por enemigo alguno; de eso recuerdo los nombres del Hijo de Juana del Cabuyal y Cañengo de la Azulita. Mi compañerito me lo contó y yo se los repito.          

Alberto.

miércoles, 15 de enero de 2020

LA CAPILLITA


EL PARQUE DE COPACABANA EN ÉPOCA ANTIGUA.

Todo era silencio. El medio día estaba radiante. Las golondrinas jugaban dándole la vuelta a la enorme torre. Los pasos retumbaban en los oídos, mientras se dirigían a lugar más amado; aquel amor nació desde pequeño cuando agrupaban a los niños sobre los ladrillos que tapizaban la tierra ancestral y sentados cuidadosamente iban recitando el catecismo, que enseñaban Margarita Quintero y Carlina Tobón Acosta la mayoría de las veces, otras, estaba la presencia del cura coadjutor. Los ojos inquisidores repasaban cada una de las decoraciones históricas talladas en madera: El altar, las imágenes quiteñas especialmente las doce estaciones colgadas del muro de bahareque; los tres portones de acceso, la chambrana que separaba a los feligreses del presbiterio. Aquello, siendo tan niño, lo hacía pensar en la leyenda que contaba los principios del villorrio. Alguien de los antiguos pobladores manifestó que el clérigo de la capilla escondió algunas armas de los conspiradores patriotas, en túneles que estaban debajo del altar. Todo el entorno exhalaba un efluvio de hidalguía, historia y curiosidad.

La plazoleta llevaba el mismo nombre de la capilla: Plazuela de San Francisco. El sonido de sus pasos se confundía con el de los cascos de la mulada que cargan en la angarilla, la caña dulce para el trapiche. Poco faltaba para llegar al sector amado en que grandes caserones de familias acaudaladas y la del teutón Gelber Geithner, daban postín al lugar. Cuando la mirada quiso ver el entorno del ayer…sintió un golpe en el corazón que lo hizo tambalear. Nada existía. Se dice que un incendio arrasó con todo desde las cepas. El cura de sotana negra y una ostentación en la figura, se marchó llevándose con él, el nombre de los lugares en que el pasado volteó la esquina sin dejar huella; en que la historia, el arte quiteño, los sables, trabucos y chopos patriotas se silenciaron para siempre sin conocer la victoria. De aquel lugar apacible inundado de recuerdos de un ayer de abolengos en que, en la Semana Mayor, descansaba el cuerpo de Cristo muerto, nada quedó para que las futuras generaciones sientan el arrullo de los que escribieron con amor y lealtad la leyenda de la Copacabana ilustre.

Alberto.                 



miércoles, 8 de enero de 2020

BABEY


INTERIOR DE LA IGLESIA DE COPACABANA
En aquellos pueblos de antaño, esos, de bestias amarradas a los barrotes de las ventanas arrodilladas, carros de escalera, sermón de Hora Santa, Madres Católicas e Hijas de María, existían personajes inolvidables ya sea por su ostentación, el gamonal, la niña más sexi atracción de miradas; esos mentirosos compulsivos que si dicen una verdad, se ponen colorados, hermosos borrachitos que si no los metían a la cárcel cada domingo, la rasca no tuvo gracia o la pelea a machete en la cantina por linderos o aguas. Esos pueblos que hoy yacen ante el poder satánico del “progresos” y que los pocos duelos se esconden para no verlo morir. Casi siempre los historiadores en sus escritos van nombrando personajes de alcurnia, límites, nombres de cordilleras, ríos y quebradas. Hacen un barrido en la historia del primer cura y alcalde que dejaron huella, aunque esta haya sido nefasta, olvidan a esos humildes faltos de intelecto, que muchas veces, utilizan el personaje como un caparazón para vivir del cuento, pero la mayoría de las ocasiones trancaos y cerrados por dentro; esos que todos llaman Personajes Típicos. Copacabana los poseyó[C1]  y muy buenos.
Cuando la sonoridad de las campanas de la iglesia decía en su canto que eran las tres, esa hora en que el sol se vuelve faro, la brisa empujaba los chorros de la fontana y la brizna curiosa se salía del estanque, para pícaramente chilguetiar a los transeúntes, ese momento diáfano en el cielo que aprovechan las tórtolas, los azulejos y las palomas para cruzar la belleza del parque; los días sábados se veía una mujer enclenque, inexpresiva, vestida con atuendo gris que cubría el encorvado cuerpo salir de las hileras de cuartuchos que eran las carnicerías en semana, llevando encima la pesada mesa parte del toldo que el domingo engalanaría el entorno. Una y otra vez pasaba con su carga sin un reclamo, sin mostrar fatiga, cansancio y ni una sola sonrisa. Al terminar la labor emprendía camino a La Azulita donde tenía su morada. Piel de mestiza, pálida, impasible y rápida; aquella pequeña distancia del parque a la Azulita, se convertía para ella en martirio. Los niños le gritaban Babey y ella, se convertía en una energúmena, lanzaba piedras a diestra y siniestra…unas daban en el blanco y otras cayeron en el recuerdo para no hacer ningún daño.

Alberto.                

 [C1]


miércoles, 1 de enero de 2020

LA VOZ DEL ANCIANO


COPACABANA FOTO HÉCTOR BOTERO


En una estrecha calle tapizada de adoquines, algunos arbustos y frentes coloridos, unos transeúntes se iban arremolinando alrededor de un anciano. Sintió él también curiosidad y se fue acercando. El longevo personaje demostraba el cansancio de los años; un sombrero negro tapaba los suaves hilos blancos del cabello, a la vez, que mitigaba del sol el rostro cuarteado por la dureza de la existencia; vestía humildemente, pero con dignidad. Unas sandalias de cuero crudo, amortiguaban los pies de la inmensidad del camino. La voz cansada pero firme empezaba a describir la historia de un país como tantos, pues, no determinaba a uno especial. Mientras hablaba las manos lo hacían con ese abecedario de lo histriónico: “En las escuelas la orden era enseñar a los párvulos, el himno, la bandera, historia de sus ‘héroes’, los límites que lo separaban de otros estados. Ellos (los maestros), se desgañitaban en las aulas para que los inocentes niños, se aprendieran de memoria aquellas historias, que el tiempo iba mostrando que lo impuesto no era la verdad. En las aulas no podía faltar el crucifijo y una que otra imagen de alguno escapado del santoral. La escuela, era también el inicio de la agresividad en los niños, ahí, se iba aprendiendo que luchando es que se sobrevive. Había violencia buscando entrar de primero a los “cuarticos” (los orinales.”)
 En setentón alzaba el sombrero con una mano y con la otra se rascaba la cabeza, mientras la mirada se notaba incrédula al ver que el lugar se había colmado de todo tipo de personas, esto lo motivo a continuar describiendo sus vivencias: “Decía qué algo heredado desde los recónditos ancestros de los primeros pobladores, indígenas, negros y blancos, tendrían la culpa del legado de irascibilidad, odio, rencor de que hacemos gala en cada acto; sí, aquellos errores le agregamos la envidia, ambición desmedida, mentira y deseo infinito de poder, encontramos el paradigma que hace que el país se anacrónico, supersticioso, fanático y propenso a la violencia para alcanzar las metas. Esa mezcolanza es el crisol en que el pasado concertó la barbarie del presente. Banderas desteñidas con azuzadores de oficio que rociaron de sangre los campos, en vez de semilla; Fulanos vestidos con camuflaje detrás del poder, aristócratas de corbata que se empachan de signos pesos, de que es escaso el pueblo.” El anciano calló y dejó ver una lágrima, tosió y continuó: “El hartazgo hizo producir la arcada. El asco de los que bostezan de hambre fue ver la paloma de la paz con sobre peso, sin poder alzar el vuelo.” Un parecido estaba en su pasado, en 1948 en Copacabana estallaron un taco de dinamita en el local del anciano que le vendía las bolas y los trompos.  
Alberto.