MÚSICA COLOMBIANA

ASÍ ESTAREMOS HOY.

miércoles, 31 de julio de 2013

AMIGOS DEL CAMPO.

Arriero antioqueño.
“Bien está dos veces encerrada la lengua y dos veces abierto los oídos; porque el oír ha de ser el doble que hablar.” (Baltasar Gracián)

A la escuela de don Jesús llegaban desde los campos, niños de pie descalzo, ropa en desuso, pero impecablemente limpia. Traían en mochilas de cabuya o de trapo, los alimentos para mitigar el hambre del día, pues sólo emprendían el regreso a la casita enchambranada en las horas de la tarde. Los estudiantes pueblerinos, creían que eran seres inferiores y muchos abusaban de la desadaptación de los pequeños campesinos, destruyéndoles las viandas, escondiéndoles las mochilas o golpeándolos. La vida estudiantiles, era un infierno, para quienes obedecían a los padres dejando sus parcelas, con el fin de aprender que dos más dos son cuatro, que Cristóbal Colón descubrió a América, que Bolívar libertó cinco repúblicas y que los del pueblo, eran unos bellacos engreídos. No faltaron condiscípulos, que les brindaron amistad y guardaban que los respetaran. Infinidad de veces terminaba en trifulca contra el bando ‘inquisidor’, la paz regresaba con la voz del maestro, ordenando: parasen en el corredor como castigo.
Era bien agradable escucharlos en los recreos, contar la vida cuotidiana allá en los lomos de la cordillera: el respeto por los progenitores, las ordeñadas de la vaca casera, de cómo era para ellos más fácil el manejo del azadón que el lápiz; lo bello de ver brotar de la madre tierra, el maíz, los frisoles, las hortalizas; arrancar las yucas, extraer la papa. La alegría desbordante de enjaezar el viejo caballo galopero, para coger monte arriba en busca de leña, descansando a la sombra de frondoso árbol de mango y disfrutar por instantes del fruto. Coger aquí y allá, chamizas y troncos, esquivando a las hormigas ‘cachonas’; amarrar con soga el montón de leña, acomodándolo al lomo del animal sobre la enjalma para ir a parar sobre el fogón de piedras en que se cuecen los alimentos sin recato, para una prole de 12 personas que se aman y respetan al amparo de Dios.
Bella anciana silletera.
De esos buenos amigos con olor a musgo, quedaron impregnados en la caverna del recuerdo y la gratitud: Eustaquio Hernández y José Muños. Los pies delicados, siguieron las pisadas descalzas y callosas, recorriendo cafetales frescos atravesados por la tímida corriente de pequeña quebrada serpenteante; los ojos miraron la fastuosa elevación de árboles de guamas; sintió el abrazo cálido de amistad de una madre de pañolón, que lo invitó a sentarse a devorar sancocho de gallina, en un tronco de árbol que era el trono en la cocina del señor del hogar. Bajó para nunca volver, con la pareja de conejos, conque remataron la hospitalidad y amor que sólo poseen las personas sencillas, núcleo central de la antioqueñidad.  

miércoles, 24 de julio de 2013

POR CULPA DE LA SONORA.

Hermosa foto de Mario Correa.
“Uno empieza e envejecer en el momento en que empieza a dolerle la memoria.” (Rosa Montero)

Las costumbres del pueblo eran muy arraigadas, sobre todo en lo tocante con el gusto musical. Las cantinas se especializaban en melodías de antaño, sobre todo la llamada el club, administrada por Rubén Gaviria (Rubio) y el Café Despacio, del Brujo; una que se dedicó a sólo tangos, El Rey del Tango, manejada por Iván el “Murrapo” y aquella de Neftalí Montoya Sierra (Tito) con música variada, pero, sin dejar de lado las melodías argentinas. Aquellos que deseaban algo romántico, se encaminaban al kiosco.
Fueron creciendo los niños y con ellos llegó otro tipo de música. El gusto se encaminó por los lados de los acordes cubanos. La guaracha, el son, el danzón y el tipo de bolero de la hermosa isla del caribe. Los enamoró hasta la pasión la Sonora Matancera, con sus trompetas, los solos de piano, aquella pléyade de cantantes: Daniel Santos, Bienvenido Granda, Celio González; el azúcar de Celia Cruz, su hermosa y potente voz; Carlos Argentino Torres, el colombiano Nelson Pinedo, los boleros cadenciosos de Vicentico Valdez y de muchos más; los atraían los coros de Rogelio, Caito, Laíto y Manteca. Era un cambio radical y no sabían cómo introducirlo en el gusto de la población que visitaba las cantinas. Hablaron con Tito y él les permitió poner en su rocola el primer disco de 78 con la voz de Nelson Pinedo; los contertulios se miraban entre sí y extendían la mirada a Tito y, éste señalaba al grupo de muchachos, como quien dice: yo no fui, fueron ellos. De la misma forma lo hicieron en el Club y el Café Pilsen, en éste, se llenó la copa. Al administrador le entregaron un viernes el acetato en que estaba grabada la voz de la negra Celia, con: Sopita en Botella. Todos miraban a los muchachos que estaban en otra mesa y desde aquel mismo momento, se creó en la mayoría del pueblo la sensación de que todos eran marihuaneros. Un 
Historia que se va.
Inri que les quedó colgado igual que el escapulario de la Virgen del Carmen.
No sólo era el cambio musical el que los hizo diferentes ante el conglomerado de un lugar tradicional. Fueron introduciendo vestimenta diferente, aquella, que ellos veían en las películas mexicanas de Tintan o Resortes, a quienes llamaban Pachucos o Camajanes. El repudio de las distinguidas madres, que reprochaban que sus bellas hijas, se juntaran con semejantes esperpentos era el común denominador. ¿Se pueden imaginar en que forma sobresalía un joven de camisa floreada, ante una ruana, un poncho y un carriel? Eso fue el acabose. Para colmo de males, los zapatos negros, se combinaron con blanco, ya no sólo eran ‘adictos’ a la yerba prohibida, sino, que eran homosexuales. Pudo más la férrea personalidad de la nueva camada, que las críticas de todo un pueblo conservador e hipócrita, que con el correr de los años adaptó lo que antes murmuró. 
  

miércoles, 17 de julio de 2013

TANTAS COSAS PASARON

El gallo trepador.
“Es más fácil prevenir los malos hábitos que terminarlos” (Benjamín Franklin.)
Lo que se amado alguna vez, es tontería tratar de sacar del baúl de los recuerdos; una mancha de familia sale sin dificultad, no así, lo que entró en el corazón, cuando apenas despegábamos a la existencia y nuestra conversación eran balbuceos. Sabíamos amar. No creíamos que la muerte le daba fin a la ilusiones. La vejez no entraba en el diccionario. El odio no se había hecho sentir; se jugaba con la realidad sin que apareciera un perdedor aturdido por el odio a ejecutar venganza. Estábamos montados en el brioso corcel de la infancia, tierra abonada para la felicidad.
Cuando pasaron los ojos apagados del amiguito de infancia, cargado por cuatro afligidos duelos, en un cajón caoba brillante, mientras él, había perdido la lozanía; empezaron a verse las realidades. Cuando quedó el cuerpo chamuscado del electricista pegado a las cuerdas de la primaria y la calle inundada de curiosos, sintió que la alegría se teñía de dolor y era pasajera. Algo experimentó, en el momento que le arrebataron la perra loba, porque se convirtió en un peligro para las gallinas que pastaban en el empedrado parque y fue a parar a otras manos sin que pudiera retenerla; veía que cada día llegaban complicaciones que aún no sabía digerir. Sintió temor y un grito anudado en la garganta, afloró, que hizo que el pasto, las flores, las mariposas se paralizaran ante la angustia imberbe de quien estaba descubriendo la realidad a pasos agigantados.
La Virgen de la Asunción en el barrio María.
  La mente antes caprichosa y mimada, fue tomando colores grisáceos de pedernal, muestra inequívoca de que la huellas del dolor estaban empezando a marcar el derrotero de la vida; que el recorrido al futuro, estaba acompañado por instrumentos dispares que al emparejarlos el camino, se convertían carga llevadera en el corazón y en el alma. El hombre es un cofre lleno de sorpresas como sombrero de mago y las lágrimas, fabuloso manantial por donde brota la angustia para darle cabida a la carcajada que retumba en la caverna del recuerdo, sellado por siempre con la llave del amor.  

miércoles, 10 de julio de 2013

PANTALONES BIEN PUESTOS.

Figo, compañero de vejez
“Los grandes pensamientos, son como las grandes acciones, no necesitan trompetas” (James Bailey).
La disputa generacional no tiene arreglo; ellos, los jóvenes, no estará nunca de acuerdo con las normas conque los viejos se levantaron y los ancianos, no aceptan ver el libertinaje sembrado bajo la palabra libertad; es igual que juntar el agua y el aceite.
Claro que las cosas tienen que cambiar, pero no cortadas de un tajo. Los niños y las nuevas generaciones, no son culpables. Somos los padres que no trasportamos de lo nuestro, siquiera unas pequeñas migajas para crearles en la conciencia algo de ese ayer y aprendieran a quererlo; lo que se recibe en los primeros años, tiene sus frutos con el correr de los días. Se culpa a los niños, cuando en verdad, hemos sido los adutos. 
La casa la ocupaba la familia y se formaba el hogar. Había un padre que enseñaba con el ejemplo y tierna madre que traspasaba ternura con sentimientos pulcros. Existía el momento supremo de sentarse a la mesa. Con marco acogedor, se hablaba de todo: el recuento de los ancestros, se hacían planes para futuro inmediato, se corregía los errores al compartir las viandas, el respeto ante la figura paterna al esperar que él se sentara primero y fuera el primero en levantarse. Se corregía el modo de vestirse; era allí, en ese lugar, en que se dictaban las normas de respeto a la familia y la forma de comportamiento ante maestros, ancianos, mujeres, niños; normas sencillas, acatadas y constructoras de futuro, para que las leyes no fueran las castigadoras. Entre sorbo y sorbo de sopa, iba entrando en la conciencia de los hijos, la virtud de emular a los progenitores esculturas de honestidad. Cuando alguien, se separaba del camino, encontraba la voz férrea y disciplinada del señor del hogar, que le advertía que sólo le pasaría la falta otra vez, de lo contrario, tendría que abandonar el hogar; la madre, con lágrimas en los ojos, apoyaba al esposo en la determinación, para poder salvar el resto de la prole y la estabilidad. En cada familia no podía faltar la oveja negra, pero detrás de sí, se llevaba incrustado por siempre, el valor de los consejos. 

Atardecer en el campo.
Una falta en alguno de los hijos, era puesta en conocimiento por la madre, para que el padre hiciera la reprensión. Se le castigaba con correazos en las nalgas y no por ello, se veían las calles llenas de frustrados, ni centros de corrección a cada cuadra, mucho menos cuadrillas de delincuentes juveniles o madres bebés arrojando criaturas al pavimento porque el ‘juego’ sexual les quedó grande y no era como el de las filminas, que solo hicieron despertarles una sexualidad a destiempo, cuando aún, se orinan en la cama. Los padres de antaño estaban unidos por la responsabilidad que da el amor verdadero y sabían que en la punta de fuete estaba en formar hombres de bien para construir la paz, perdida hoy, por la permisividad. 

miércoles, 3 de julio de 2013

UNA FRUSTRACIÓN INFANTIL.

Panorámica de Copacabana de norte a sur.
“La felicidad o infelicidad no se mide desde el exterior sino desde dentro.” (Giacomo Leopardi)
En algunas ocasiones el fin de las tareas escolares se llevaba a cabo en el Teatro Gloria, con el objeto de que pudieran asistir más personas a ver la entrega de calificaciones. Padres, hermanos y cuanto consanguíneo le daba por pegarse en el acto público. Algunos salían con cara resplandeciente y otros, de pañuelo en los ojos, síntoma inequívoco de que al mucharejo le había ido como a los perros en misa; que no hizo sino gastar pantalones en las ásperas tablas de los pupitres o dormir en las horas de clase sin pagar ni un centavo por el hospedaje. Se alcanzaba a escuchar la voz de algún padre adolorido: “en la casa arreglamos”.
Las madres de los ganadores en cambio, dejaban ver su orgullo al manifestar que su hijo iba camino a sabio o a la santidad, pues querían que tomara el camino del sacerdocio. Era tan dispares la escena entre los allegados, que no se sabía si reír o llorar, es como el retrato fiel de lo que es el camino de la vida.
Para el año en las cosas ocurrieron y por allá en el mes de agosto, se empezó a montar un obra de teatro con los niños de tercero de escuela, para representarla en el teatro al final del período estudiantil. Los ensayos se hacían diariamente al terminar las clases del día, en aquel bello salón lleno de inmensos ventanales, por donde la brisa suave transitaba tan campante y desde donde se observaba el verde de las montañas y el azul del cielo limpio de contaminación. Cada uno tomaba su papel con la seriedad que el hecho ameritaba.
Una visita al hogar paterno
Bajo la supervisión del maestro que estaba montando la obra y con regaños, se le iba dando vida. A él, le tocó representar a un pomposo obispo. En la casa y delante del espejo en que el papá se afeitaba y la madre se acicalaba el cabello ondulado, se retocaba la hermosa cara con tenue rubor, hacía los ademanes para memorizar las posturas que debía hacer, para crear en en el posible auditorio una buena imagen. Todo transcurría con la natural expectativa y hasta con orgullo, sobre todo cuando de la parroquia les prestaron un vestido de monaguillo, que sería el hábito que luciría. En ese ensayo se sintió el ser más feliz. Poco duró la alegría. De un momento a otro, el rector de la escuela, sin ninguna explicación, dio por terminado el programa. Los niños agacharon la cabeza; él, vio un obispo, caerse al suelo sin oficiar la misa y una bendición a la feligresía que nunca llegó.