MÚSICA COLOMBIANA

ASÍ ESTAREMOS HOY.

miércoles, 3 de julio de 2013

UNA FRUSTRACIÓN INFANTIL.

Panorámica de Copacabana de norte a sur.
“La felicidad o infelicidad no se mide desde el exterior sino desde dentro.” (Giacomo Leopardi)
En algunas ocasiones el fin de las tareas escolares se llevaba a cabo en el Teatro Gloria, con el objeto de que pudieran asistir más personas a ver la entrega de calificaciones. Padres, hermanos y cuanto consanguíneo le daba por pegarse en el acto público. Algunos salían con cara resplandeciente y otros, de pañuelo en los ojos, síntoma inequívoco de que al mucharejo le había ido como a los perros en misa; que no hizo sino gastar pantalones en las ásperas tablas de los pupitres o dormir en las horas de clase sin pagar ni un centavo por el hospedaje. Se alcanzaba a escuchar la voz de algún padre adolorido: “en la casa arreglamos”.
Las madres de los ganadores en cambio, dejaban ver su orgullo al manifestar que su hijo iba camino a sabio o a la santidad, pues querían que tomara el camino del sacerdocio. Era tan dispares la escena entre los allegados, que no se sabía si reír o llorar, es como el retrato fiel de lo que es el camino de la vida.
Para el año en las cosas ocurrieron y por allá en el mes de agosto, se empezó a montar un obra de teatro con los niños de tercero de escuela, para representarla en el teatro al final del período estudiantil. Los ensayos se hacían diariamente al terminar las clases del día, en aquel bello salón lleno de inmensos ventanales, por donde la brisa suave transitaba tan campante y desde donde se observaba el verde de las montañas y el azul del cielo limpio de contaminación. Cada uno tomaba su papel con la seriedad que el hecho ameritaba.
Una visita al hogar paterno
Bajo la supervisión del maestro que estaba montando la obra y con regaños, se le iba dando vida. A él, le tocó representar a un pomposo obispo. En la casa y delante del espejo en que el papá se afeitaba y la madre se acicalaba el cabello ondulado, se retocaba la hermosa cara con tenue rubor, hacía los ademanes para memorizar las posturas que debía hacer, para crear en en el posible auditorio una buena imagen. Todo transcurría con la natural expectativa y hasta con orgullo, sobre todo cuando de la parroquia les prestaron un vestido de monaguillo, que sería el hábito que luciría. En ese ensayo se sintió el ser más feliz. Poco duró la alegría. De un momento a otro, el rector de la escuela, sin ninguna explicación, dio por terminado el programa. Los niños agacharon la cabeza; él, vio un obispo, caerse al suelo sin oficiar la misa y una bendición a la feligresía que nunca llegó.   

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