Panorámica de Copacabana de norte a sur.
“La felicidad o
infelicidad no se mide desde el exterior sino desde dentro.” (Giacomo Leopardi)
En algunas ocasiones el
fin de las tareas escolares se llevaba a cabo en el Teatro Gloria, con el
objeto de que pudieran asistir más personas a ver la entrega de calificaciones.
Padres, hermanos y cuanto consanguíneo le daba por pegarse en el acto público.
Algunos salían con cara resplandeciente y otros, de pañuelo en los ojos,
síntoma inequívoco de que al mucharejo le había ido como a los perros en misa;
que no hizo sino gastar pantalones en las ásperas tablas de los pupitres o
dormir en las horas de clase sin pagar ni un centavo por el hospedaje. Se
alcanzaba a escuchar la voz de algún padre adolorido: “en la casa arreglamos”.
Las madres de los
ganadores en cambio, dejaban ver su orgullo al manifestar que su hijo iba
camino a sabio o a la santidad, pues querían que tomara el camino del
sacerdocio. Era tan dispares la escena entre los allegados, que no se sabía si
reír o llorar, es como el retrato fiel de lo que es el camino de la vida.
Para el año en las
cosas ocurrieron y por allá en el mes de agosto, se empezó a montar un obra de
teatro con los niños de tercero de escuela, para representarla en el teatro al
final del período estudiantil. Los ensayos se hacían diariamente al terminar
las clases del día, en aquel bello salón lleno de inmensos ventanales, por
donde la brisa suave transitaba tan campante y desde donde se observaba el
verde de las montañas y el azul del cielo limpio de contaminación. Cada uno
tomaba su papel con la seriedad que el hecho ameritaba.
Una visita al hogar paterno
Bajo la supervisión del
maestro que estaba montando la obra y con regaños, se le iba dando vida. A él,
le tocó representar a un pomposo obispo. En la casa y delante del espejo en que
el papá se afeitaba y la madre se acicalaba el cabello ondulado, se retocaba la
hermosa cara con tenue rubor, hacía los ademanes para memorizar las posturas
que debía hacer, para crear en en el posible auditorio una buena imagen. Todo
transcurría con la natural expectativa y hasta con orgullo, sobre todo cuando
de la parroquia les prestaron un vestido de monaguillo, que sería el hábito que
luciría. En ese ensayo se sintió el ser más feliz. Poco duró la alegría. De un
momento a otro, el rector de la escuela, sin ninguna explicación, dio por
terminado el programa. Los niños agacharon la cabeza; él, vio un obispo, caerse
al suelo sin oficiar la misa y una bendición a la feligresía que nunca llegó.
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