MÚSICA COLOMBIANA

ASÍ ESTAREMOS HOY.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

A MALA HORA


Araña

Se ha resaltado a través del tiempo en éstos escritos, la paz conventual que se respiraba entre los pocos habitantes, del idílico lugar encasquetado en la agreste montaña, circundado por un río y atalayado por la elevada torre de la iglesia; eso era Copacabana la tricentenaria población, que el conquistador español Jorge Robledo fundó, para dejar allí, un sembrado de honestidad en sus gentes. El trabajo limpio de hombres laboriosos, mujeres igual que manojos de flores silvestres, recatadas, pulcras, esposas fieles y madres apasionadas en la crianza de sus hijos; orgullosas en su preñez. El templo, era el lugar de encuentro matizado de oraciones exhaladas entre ruanas, cachirulas, mantones y genuflexiones. Las dos escuelas para diferencia de géneros, eran los castillos que albergaban a los niños, para continuar la preliminar educación hogareña, por unos maestros íntegros, que depositaban su saber con torrentes de amor. Las clases se iniciaban con una plegaria. En aquel pedacito de cielo, se respiraba paz. Todos se saludaban, era la constante; pareciera, por la similitud de los apellidos, que fueran familiares: Cadavid, Jiménez, Montoya, Zapata y Rivera. El aguardiente, era el único vicio, de eso daba cuenta, el aforo de las cantinas en los días domingo y festivos.
El viejo taita decía socarronamente: “de eso tan bueno, no dan tan bastante” y…vaya sí tenía razón. Por allá el año 1948 del pasado siglo, un viejecillo de apellido Álvarez, carpintero él, descargó los corotos en frente de la fábrica Andina y con ellos, sus dos hijos; sin saberlo, estaba descargando a la par, la maldición de la droga, en papeleticas mal olientes.


Banda de músicos de Copacabana

Sus retoños, empezaron a distribuir entre una juventud ignorante y tal vez ávida de aventuras, la marihuana en pequeñas dosis. Muchos cayeron en la trampa y se les veía pasar en grupos, para consumirla en la soledad del cementerio, en la oscuridad de un rincón en un callejón o en las cercanías de la plazuela de San Francisco. La “traba”, la llevaban a pasear a las cantinas y con una leve sonrisa en el rostro, disfrutaban de Daniel Santos y Celia Cruz, con el yerbero moderno, que aquellos “jibaros Álvarez”, les habían enseñado a regocijarse.


miércoles, 17 de septiembre de 2014

PENSAMIENTOS CRUELES


La elegancia de Francisco Mejía Arango

Aquella paz imborrable vivida en el hogar, en que unos padres habían entregados sus vidas a brindar enseñanzas, a hacer derroche de amor, infiltrando con caricias, besos y ejemplo el líquido de la sabiduría para que se irradiara por los torrentes de la sangre hasta la conciencia; estaban sometidos a los vaivenes del deterioro de los años. En sus cabezas se notaba, al haber desaparecido el azabache de sus cabellos, para convertirse, en copos de nieve descargados implacablemente por el peso de una larga existencia. Algunas furtivas lágrimas, se escapaban en horas de soledad y ensoñación. Se amaron sin reservas, ni restricciones. Compartieron unidos alegrías, sufrimientos, el dolor del uno era compartido y el rezo unía sus almas en una piedad sin engaño ni afectación. Iban apareciendo los olvidos, la lentitud en el andar, arrugas que tasajeaban inclementes los bellos rostros y el cansancio. Era lo natural en el recorrido de la existencia.
El hijo, que aún imberbe, veía de soslayo el deterioro por miedo a mirar de frente, la realidad de la implacable corrosión de tiempo, en aquellos bellos seres que él amaba entrañablemente. Siempre había tenido la idea, que eran inmortales y que eternamente, llenarían su espacio interior y exterior, con el bálsamo consolador del amor sincero, que irradiaban sus corazones, creados para calmar las vicisitudes de la adversidad, en el trasegar de la existencia del retoño instituido con sentimiento puro, para alegrar el hogar, castillo de virtudes de épocas otoñales. Comenzó a entender que el contexto era diferente a lo que le dictaba la imaginación, que debía aceptar  lo instaurado por las leyes de la creación.


Nina Vélez Muñoz

Cada amanecer corría anhelante para constar que sus corazones palpitaran dentro de los pechos y que la voz cansada, llenara de arrullos por entre las flores del jardín, el idílico romance mullido de caricias fraternales en los deleites de un hogar construido con besos. El paso melancólico de los días, le comunicaban, que no andaba lejos, el final del contubernio glorioso de seres infinitamente amados. Callado y sin ánimos, escuchaba los disentimientos de la razón. 


miércoles, 10 de septiembre de 2014

DESILUSIÓN INFANTIL


La naturaleza en miniatura

El desengaño no es un monopolio de la vida; ella, para a hacerlo, está colmada de infinidad de espacios multicolores de felicidad. Sí hiciéramos una mirada retrospectiva y cronológica de los hechos acaecidos durante el existir, notaríamos, que son más los placenteros que los ingratos. Se ha concebido la infausta actitud de resaltar envueltos en lágrimas, lo peor del recorrido de la vida. Esa constante, crea en el interlocutor desprevenido, el sentimiento de lástima, conmoción vulgar e inaceptable del ser humano y para el creyente fervoroso, la ingratitud ante el regalo de un Ser Divino, que trascendió el espacio para colmar de bienes a todas las generaciones.
La felicidad, está, en las formas más sencillas, sin artificios, ni composiciones; se halla en la mirada del paisaje, en el encuentro con el ser amado, el despegue del ave para remontarse al espacio infinito, en el colorido del pequeño pájaro que entona trinos en la jaula del universo; se acumula en el corazón al beso de la madre agrietada de arrugas por el paso de los años, en la risa ingenua del niño al soplo de la brisa, cuando sus pies dan el primer paso; se encuentra esparcida en el alma, al calmar el dolor ajeno. La placidez encubre con su manto esplendoroso, los asomos de los aciagos vestigios del dolor material e inmaterial, para convertirle en partículas que el amor coadyuva al exterminio. Cuando la niñez estaba ataviada de maleta llena de cuadernos, del aro que servía para veloz carrera y de maestros gruñones, llegó la primera instructora a sentarse en el pupitre del frente. El corazón se enamoró de la dulzura de la voz, los ademanes femeninos y del lunar seductor que adornaba la nariz.


El pasado en ruinas

La señorita Marina, había logrado despertar el apego del impúber, que antes, rechazaba la escuela. Corría como un venado para ver el “amor de sus amores. Duró poco el sentimiento ingenuo. Una calurosa tarde, miró por la hendija de la puerta del consultorio del dentista, allí, estaba su amor platónico encaramada en la silla en los brazos del sacamuelas. Sus ojos la vieron tan fea como una bruja; su hermoso lunar…una verruga estrambótica. Lloró, llanto que desapareció, cuando sacó del bolsillo la bola cristalina y empezó a jugar con Hugo el amiguito.  


miércoles, 3 de septiembre de 2014

A LA SOMBRA


Panorámica de Copacabana 1949

Fueron tantas las pilatunas ejercidas a través de los años de aquella juventud deliciosa, que el recuerdo se queda corto. La memoria, se vuelve infiel y caprichosa haciendo con su comportamiento, que la realidad sea confusa, quedan plasmados eso sí, instantes que dejaron huella por su golpe extraordinario en el consiente y subconsciente, que ni el paso del tiempo logra desaparecer. Sería simplemente cansón, recordar uno por uno los momentos, de las travesuras ejercidas impulsadas por una mente potenciada hasta lo máximo, por la voluntad creadora y subyugante de niño explorador, que se apresta a iniciar el recorrido, por los senderos incógnitos de la existencia. Cada mirada puesta al azar, sobre un punto indeterminado, es hallar, en él, el regocijo de una aventura creadora al igual que Don Quijote, ambos enloquecidos en los desvaríos en un triunfo pírrico, pero, conquista al fin de los deseos  anhelados con vehemencia hasta donde los llevan los impulsos.
En el empolvado baúl de los recuerdos, se halla un instante de susto y confusión. En una manga en la parte alta de Copacabana y cerca de la quebrada Piedras Blancas, pastaba el ganado de uno de los gamonales del pueblo a quien llamaban “táparo” y que a la vez, servía de ordeño. Estaba uno de los dependientes, en el ajetreo de succionar de la ubre el líquido blanquecino, pero no le tenía maniatada las patas; la curiosidad (madre de errores), llevó al niño a acercarse para ver ¿cómo, por dónde y por qué? Salía la leche. El cuadrúpedo avistó al entremetido que perturbaba la escena de las delicias y caricias de su ordeñador; una coz con la rapidez y violencia de un rayo, dio en la mandíbula del pequeño. Por aquello de que Dios ama los niños, el acontecimiento se fue en sorpresa, susto y experiencia para saber: “pollo ‘peletas’, donde no te llamen, no te metas.” Con la cara de palidez de muerto, temblor en las piernas, un pequeño mojado en el pantalón arriba de las rodillas, descendió hasta la quebrada, el rumor del agua lo serenó, tiró la ropa sobre las piedras y se lanzó a la profundidad del charco. El frío del chapuzón, le amortiguaron los nervios de aquel instante, que le quedó como un tatuaje adherido para siempre en el recuerdo.

Amanecer de junio

  Travesuras ejecutas a las sombras, para que los ojos de los progenitores, permanecieran ciegos  del castigo y reprensión que merecía, por las fechorías a que lo impulsaban los borbotones de sangre hirviente, que recorría las venas de    quijote pueblerino, que andaba solo los senderos en busca de conocimientos, sin impórtale la amistad de un Sancho Panza, que fuera a contar las tropelías de la ilusión y la escasa experiencia.