La elegancia de Francisco Mejía Arango
Aquella paz imborrable
vivida en el hogar, en que unos padres habían entregados sus vidas a brindar
enseñanzas, a hacer derroche de amor, infiltrando con caricias, besos y ejemplo
el líquido de la sabiduría para que se irradiara por los torrentes de la sangre
hasta la conciencia; estaban sometidos a los vaivenes del deterioro de los
años. En sus cabezas se notaba, al haber desaparecido el azabache de sus
cabellos, para convertirse, en copos de nieve descargados implacablemente por
el peso de una larga existencia. Algunas furtivas lágrimas, se escapaban en
horas de soledad y ensoñación. Se amaron sin reservas, ni restricciones.
Compartieron unidos alegrías, sufrimientos, el dolor del uno era compartido y
el rezo unía sus almas en una piedad sin engaño ni afectación. Iban apareciendo
los olvidos, la lentitud en el andar, arrugas que tasajeaban inclementes los
bellos rostros y el cansancio. Era lo natural en el recorrido de la existencia.
El hijo, que aún
imberbe, veía de soslayo el deterioro por miedo a mirar de frente, la realidad
de la implacable corrosión de tiempo, en aquellos bellos seres que él amaba
entrañablemente. Siempre había tenido la idea, que eran inmortales y que eternamente,
llenarían su espacio interior y exterior, con el bálsamo consolador del amor
sincero, que irradiaban sus corazones, creados para calmar las vicisitudes de
la adversidad, en el trasegar de la existencia del retoño instituido con
sentimiento puro, para alegrar el hogar, castillo de virtudes de épocas otoñales.
Comenzó a entender que el contexto era diferente a lo que le dictaba la
imaginación, que debía aceptar lo
instaurado por las leyes de la creación.
Nina Vélez Muñoz
Cada amanecer corría
anhelante para constar que sus corazones palpitaran dentro de los pechos y que
la voz cansada, llenara de arrullos por entre las flores del jardín, el idílico
romance mullido de caricias fraternales en los deleites de un hogar construido
con besos. El paso melancólico de los días, le comunicaban, que no andaba
lejos, el final del contubernio glorioso de seres infinitamente amados. Callado
y sin ánimos, escuchaba los disentimientos de la razón.
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