MÚSICA COLOMBIANA

ASÍ ESTAREMOS HOY.

domingo, 17 de abril de 2022

 


“YA EL TRAPICHE NO MUELE”

El niño estaba activo, había acabado de llegar de la plaza de hacer un mandado, junto a la poceta al pie de la máquina de moler el maíz, cerca donde dormitaba Pepe el gato bajo la mirada inquisidora de Biyú el fiel perro, estacionó el aro metálico y el gancho que le daba velocidad y dirección, la madre le tenía una taza con aguadulce con limón, premio por ser acomedido. Unos momentos de descanso…la bendición mamá y se tira a una nueva expedición por los intríngulis e incógnitas de la pasividad del poblado de la Virgen de la Asunción. La margen derecha del río Aburrá, era de gran extensión en que, al irla caminando, entre árboles, arbustos, matas de caña brava y caña dulce, al sentir presencia extraña, blancas cigüeñas salían espantadas; de vez en cuando por entre la maleza se veía corretear a gran velocidad parejas de conejos. Las aguas negras del caudaloso río, se prestaban para juguetear en su caudal evitando toparse con el remolino en la orilla contraria ¿Diversión o aventura? Jamás lo supo y menos los progenitores, porque de lo contrario, no estaría contando la historia. No muy lejos se escuchaba el sonido sordo de un machete derribando la caña dulce, el olor a tabaco se sentía, carcajadas de hombres, silbidos e hijueputazos por la cortada causada por una de las hojas o por las picaduras de centenares de moscos; no sentía miedo, era natural en la vega de los Santamaría a la siega de caña para alimentar el trapiche. La escena se repetía cada que iba a haber molienda en los diferentes trapiches del villorrio, ya fuera el de Guasimal, Cabuyal o el diagonal a su hogar en el barrio Asunción parte alta.

El atardecer estaba decorado con arreboles, vacas blancas orejinegras pastaban en la manga de la finca del Banco; ladridos de perros se escuchaban a la distancia, azulejos y sangre toros, cruzaban en vertiginoso vuelo mientras de la chimenea empezaba a escaparse un hilillo de humo negro síntoma ineludible que la inmensa rueda movida por el caudal de agua de la pequeña quebrada, hacía girar el exprimidor de las cañas haciendo brotar la dulzura del zumo y dejando atrás el bagazo que servía para atizar el inmenso horno que lo haría hervir en las pailas hasta darle la consistencia de la redonda panela. Adentro en aquella inmensa enramada, los hombres de torso desnudo, sudaban como si el entorno fuera fracción del infierno, todo lo contrario se experimentaba en el hogar del mozuelo, cuando reunidos armónicamente en torno del comedor dispuestos a engullir los frisolitos con coles, aspiraban el almíbar que el aire coqueto y juguetón, les llevaba a las narices para irlo depositando hasta el corazón y éste, lo adornaba con risas y lágrimas hasta convertirlo en añoranzas, nostalgias, meditaciones de tiempos que no regresarán aunque se haga todo el esfuerzo por volverlo a vivir.


Alberto.  

 


miércoles, 6 de abril de 2022




LA AÑORANZA QUE PERDURA

La mañana era fresca, el día despejado, una que otra nube se dejaba ver como moticas de nieve; decir que el poblado estaba en calma es una simple repetidera. Desde algún lugar del marco de la plaza, empujado por la leve brisa, llegaba a los oídos el sonar de un tiple solitario pulsado por la mano de un posible imberbe enamorado; los cuatro relojes de la torre de la iglesia marcaban fielmente la hora tierna de la alborada, la mano regordeta del sacristán halaba los rejos de las campanas, invitando a la primera misa, se arremolinaban pañolones negros, camándulas y algunos señorones de botas con carramplones que iban resonando por la nave central; las lámparas de bacará iluminaban el templo, ese cuadro ingenuo de religiosidad era algo así como el anticipo de la llegada de la Semana Santa que estaba rondando en el almanaque Pielroja colgado en la pared de la mayaría de los hogares. Los frentes de las casas recibían retoques de embellecimiento, las máquinas de coser estaban en constante movimiento en los domicilios de las costureras, nadie quería estar sin estrenar. Era una constante, el entrar y salir de la casa cural, las damas encopetadas e influyentes de la población y uno que otro de esos hostigantes que se pegan de un avión fallando.

Los tres primeros días de la semana todo era igual, carreras alocadas de los niños a la salida de la escuela; Marcos y el “mosco” llevando carbón en sus carretas, las filas esperando ser despachadas en el camión de la leche, la algarabía de los fogoneros a la tumbada de mangos o, gritando Copacabana Medellín, ¡súbanse qué nos vamos!; llegaba el jueves. La iglesia se trasformaba, estaba más iluminada, las flores multicolores le daban un encanto especial, los santos en sus nichos estaban cubiertos de una tela mora, incógnita el los niños; el templo permanecía repleto de gente orando y una gran parte de curiosos. Habían comenzado a llenarse las cantinas, sonaban las botellas junto con las copas. En la casa de mamaluisa (Luisa Guzmán) se hacía el sermón de prendimiento; las calles atiborradas de fieles, el párroco, sus coadjutores y los monaguillos; al pie del organillo el corista, todos sudaban, casi siempre ese día era canicular; la procesión era las más extensa en el recorrido y llegaba el viernes. El decorado del altar estaba matizado de brazos de árboles cortados en las veredas, para imitar un bosque, guaduas derechas ayudaban a la imitación. Sonaban las tres de la tarde; en el púlpito el padre Gómez Martínez gran orador religioso, empezaba con aquella voz entremezclada de dolor las siete palabras. Cuando llegaba el instante en qué Jesús muere, detrás del altar sonaban unos tacos las luces se prendían y apagaban, los árboles eran movidos y aquella parafernalia estremecía la feligresía haciendo llorar a las ancianitas de pañolón negro, a los niños de brazos; todo era confusión y silencio. Afuera, las cantinas apagaban los pianos…en la puerta un borrachito decía: “Me he bebido muertos peores, ¿cómo no me voy a emborrachar por éste?”.


Alberto.