MÚSICA COLOMBIANA

ASÍ ESTAREMOS HOY.

miércoles, 18 de marzo de 2020

LA CALLE DEL COMERCIO




CAMPESINOS EN COPACABANA EN DÍA DE MERCADO.



Cuando se ama, nada es extraño que suceda. En el momento que la hamaca se vuelve danzarina al más leve empujón, el cuerpo y la mente se refrescan con esa brisa tímida que el movimiento va creando, ese bello instante forma la sensación de poseer el poder de la ubicuidad, la universalidad y omnipresencia; de ese simple instante parte la mente al viaje placentero de regreso al pasado en la nave de la quimera, la añoranza y la nostalgia. Se parte al encuentro del ayer si atavíos, sin enormes maletas, solo se lleva el alma y el corazón en que se guarda el amor a ese rincón de Antioquia, que para ser el más paisa, se recostó a la montaña, sin sacar sus tierras de las aguas del río, refrescando sus entrañas con las cristalinas aguas de la quebrada en que sus hijos buscaron la chispa de metal precioso, morenos brazos lavaron ropa ajena entre cantos y lágrimas y los niños disfrutaron del encanto de sus aguas. Sí. Se llega a esa Copacabana acogedora donde los muertos no se van, se quedan mirando desde lo alto del morro, es desde allá, desde donde se lanzarán las cenizas para que recorran los caminos que los pies ingenuos del niño transitaron buscando el horizonte.

El viaje de ensoñación hace un descanso para contemplar la callecita agitada de otrora, que partía del parque hasta Cuatro Esquinas; allí, sé sentía el olor a telas, paño, cuero que provenían de almacenes manejados con decoro. En la puerta de la farmacia estaba Pedrito Cadavid para aconsejar una pócima para la gripa o adentrarse al fondo para preparar la receta del doctor Correa que en papeleticas cuidadosamente selladas se despachaba la fórmula. Más allá, la tienda del ‘Mocho’ atendiendo la venta de empanadas a la clientela llegada desde Quebrada Arriba; al fondo, ya casi para llegar a la escuela de niñas, estaba el más juguetón de los almacenes: Almacén el Niño, manejado por tres hermosas hermanas alejadas del himeneo, en que los niños querían vivir “dopados” por los juguetes que tomaban vida en la imaginación; era la vía obligatoria para liar la nobleza con la belleza de las mujeres, era, la calle del comercio, mil veces recorrida.

Alberto.


miércoles, 11 de marzo de 2020

LOS RECLINATORIOS


COPACABANA Y A LO LEJOS LA CRUZ

No solo es en Antioquia o en los pueblos fundados por los españoles, tal vez, esto sucede en toda la pelota de barro llamada mundo, de que los condados y sus inquilinos, se suscriban al tañer de las campanas de un templo. Es el imán de la población. El atrio se convierte en sitio obligado del campesino para encontrarse, de los oligarcas para hablar de negocios, de los desamparados de la fortuna y del intelecto detrás de unas monedas, de los mozuelos en busca de los primeros amores a las escondidas y el hábitat de las malas lenguas ‘dejadas del tren’ del himeneo, para despotricar hasta del cura del pueblo. No hay duda, que después de la ermita, crece toda la actividad. Copacabana reafirma el hecho, al ver la torre enhiesta como una atalaya supervisando el acaecer diario, observado por palomas y golondrinas que en su altura hicieron los nidos; ese lugar es el sitio de control del territorio en que vuelan mariposas; “aguadulceras”, halcones encumbrados, tórtolas y colibríes que cruzan como una exhalación en busca del néctar de las flores del guayacán amarillo, que tapiza el suelo.

Para aquellas calendas en que el pantalón corto cubría los genitales, sostenido por las cargaderas y en que solo se pensaba en jugar con la pelota de números, los ojos observaban con curiosidad el desfile de matronas que iban saliendo de aquellos caserones de amplios portones, contra portones y puerta falsa, que estaban empotrados en las márgenes del parque con rumbo a la ermita, pues la bella sonoridad de las campanas había hecho la invitación alguno de los actos religiosos. Vestidas rigurosamente de negro, media velada, zapatos negros de tacón cubano  y con aquella mantilla de sedas importadas, llena de flecos que les resaltaba el postín con que ellas, querían demostrar la diferencia del resto de la población; provistas del reclinatorio que alguno de los niños pobres o mucharejo ambicioso cargaba por unos centavos y en lo que las señoronas ya dentro de la iglesia, acentuaban el orgullo al ser el aparatejo unipersonal el que las desligaba del resto de la feligresía. En el momento de la Elevación de la tapa del reclinatorio abollonada, bellamente decorada donde recostaban los codos, salían librejos devocionarios y camándulas enormes traídas desde Roma “bendecidas por el Papa”, que descargaban duramente interrumpiendo el silencio y con los ojos cerrados demostraban ostentosamente su enorme “devoción.”

Alberto.   


miércoles, 4 de marzo de 2020

LO QUE PUEDE PASAR


CERRO DE LA CRUZ COPACABANA

Cuando se recorría palmo a palmo el poblado acariciado por la brisa, poniendo cada paso sobre el césped viendo brincar los grillos; cuando a la vera de los caminos se recogían las frutas que caían de los árboles, escuchando el ladrido de los perros defendiendo el terruño o, el saludo desde corredor enchambranado de nobles rostros; era ese pasado que se quedó allá en la distancia acompañado de la fuerza vital del imberbe mancebo, soñador de ilusiones, de pantalón corto sostenido por cargaderas de cuero, soñador despierto de mundos apacibles, frescos cuerpos de diosas impúber; hogares sostenidos por los flechazos de Cupido incorruptibles ante los devaneos de la concupiscencia. Romántico contador de estrellas en noches sitienses, de comedores engalanado de comensales familiares, rodeando las blancas cabelleras de unos abuelos curtidos de la sapiencia que da el largo recorrido del camino de la vida. Esa paz del Copacabana de otrora interrumpida a veces por la música de Margarita Cueto, salida desde la cantina de Toño Toro o del Club de Rubio o, por el tañer de las campanas encara petadas en esa torre maciza y derecha como el alma del pueblo. Aquel ambiente de regocijo y ensoñación, eran el marco de sueños libres, almibarados y castos, de ese niño que nunca pensó que todo aquello que le besaba el alma, iría a morir.  

Con la “maleta” cargada de años ha vuelto al terruño y desde aquel atrio espacioso, limpiando las antiparras, echa la mirada queriendo divisar las añoranzas… ¡No! Ya no están. Con la visión borrosa descubre moles de cemento donde antes quedaban caserones hidalgos, el silencio de las tardes lo violaron el ruido de los vehículos, ¿la calma? Esa, la ensordece el sonido de las sirenas de la policía. Los vecinos no se conocen. La música campesina no existe, es otra la cultura del pueblo. Esto es apenas el comienzo. Los que mueven la tierra al derecho y al revés desde las curules, piensan en mega proyectos de expansionismo; en cierne está la mega-metrópolis que se lleva enredado en su ambición, hasta el último milímetro cuadrado de la pastoril cultura, se arrancará desde las entrañas mismas del territorio hasta el más mínimo vestigio del pasado; nadie reconocerá entre los rascacielos, que en ese mismo lugar hubo un castillo de los nuestros con puertas inmensas abiertas a la amistad, ventanas “arrodilladas” en espera de serenatas; patios empedrados hasta donde llegaba el sol a besarse con la brisa, solares arborizados en que cantos de pájaros eran el arrullo de la paz hogareña. No. Ellos jamás lo sabrán.

Alberto.