CERRO DE LA CRUZ COPACABANA
Cuando se recorría
palmo a palmo el poblado acariciado por la brisa, poniendo cada paso sobre el
césped viendo brincar los grillos; cuando a la vera de los caminos se recogían
las frutas que caían de los árboles, escuchando el ladrido de los perros defendiendo
el terruño o, el saludo desde corredor enchambranado de nobles rostros; era ese
pasado que se quedó allá en la distancia acompañado de la fuerza vital del
imberbe mancebo, soñador de ilusiones, de pantalón corto sostenido por
cargaderas de cuero, soñador despierto de mundos apacibles, frescos cuerpos de
diosas impúber; hogares sostenidos por los flechazos de Cupido incorruptibles
ante los devaneos de la concupiscencia. Romántico contador de estrellas en
noches sitienses, de comedores engalanado de comensales familiares, rodeando
las blancas cabelleras de unos abuelos curtidos de la sapiencia que da el largo
recorrido del camino de la vida. Esa paz del Copacabana de otrora interrumpida
a veces por la música de Margarita Cueto, salida desde la cantina de Toño Toro
o del Club de Rubio o, por el tañer de las campanas encara petadas en esa torre
maciza y derecha como el alma del pueblo. Aquel ambiente de regocijo y
ensoñación, eran el marco de sueños libres, almibarados y castos, de ese niño
que nunca pensó que todo aquello que le besaba el alma, iría a morir.
Con la “maleta” cargada
de años ha vuelto al terruño y desde aquel atrio espacioso, limpiando las
antiparras, echa la mirada queriendo divisar las añoranzas… ¡No! Ya no están. Con
la visión borrosa descubre moles de cemento donde antes quedaban caserones
hidalgos, el silencio de las tardes lo violaron el ruido de los vehículos, ¿la
calma? Esa, la ensordece el sonido de las sirenas de la policía. Los vecinos no
se conocen. La música campesina no existe, es otra la cultura del pueblo. Esto
es apenas el comienzo. Los que mueven la tierra al derecho y al revés desde las
curules, piensan en mega proyectos de expansionismo; en cierne está la
mega-metrópolis que se lleva enredado en su ambición, hasta el último milímetro
cuadrado de la pastoril cultura, se arrancará desde las entrañas mismas del
territorio hasta el más mínimo vestigio del pasado; nadie reconocerá entre los
rascacielos, que en ese mismo lugar hubo un castillo de los nuestros con
puertas inmensas abiertas a la amistad, ventanas “arrodilladas” en espera de
serenatas; patios empedrados hasta donde llegaba el sol a besarse con la brisa,
solares arborizados en que cantos de pájaros eran el arrullo de la paz hogareña.
No. Ellos jamás lo sabrán.
Alberto.
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