LA AÑORANZA QUE PERDURA
La mañana era fresca, el día despejado, una que otra nube se
dejaba ver como moticas de nieve; decir que el poblado estaba en calma es una
simple repetidera. Desde algún lugar del marco de la plaza, empujado por la
leve brisa, llegaba a los oídos el sonar de un tiple solitario pulsado por la
mano de un posible imberbe enamorado; los cuatro relojes de la torre de la
iglesia marcaban fielmente la hora tierna de la alborada, la mano regordeta del
sacristán halaba los rejos de las campanas, invitando a la primera misa, se arremolinaban
pañolones negros, camándulas y algunos señorones de botas con carramplones que
iban resonando por la nave central; las lámparas de bacará iluminaban el
templo, ese cuadro ingenuo de religiosidad era algo así como el anticipo de la
llegada de la Semana Santa que estaba rondando en el almanaque Pielroja colgado
en la pared de la mayaría de los hogares. Los frentes de las casas recibían
retoques de embellecimiento, las máquinas de coser estaban en constante
movimiento en los domicilios de las costureras, nadie quería estar sin
estrenar. Era una constante, el entrar y salir de la casa cural, las damas
encopetadas e influyentes de la población y uno que otro de esos hostigantes
que se pegan de un avión fallando.
Los tres primeros días de la semana todo era igual, carreras
alocadas de los niños a la salida de la escuela; Marcos y el “mosco” llevando
carbón en sus carretas, las filas esperando ser despachadas en el camión de la
leche, la algarabía de los fogoneros a la tumbada de mangos o, gritando Copacabana
Medellín, ¡súbanse qué nos vamos!; llegaba el jueves. La iglesia se
trasformaba, estaba más iluminada, las flores multicolores le daban un encanto
especial, los santos en sus nichos estaban cubiertos de una tela mora,
incógnita el los niños; el templo permanecía repleto de gente orando y una gran
parte de curiosos. Habían comenzado a llenarse las cantinas, sonaban las
botellas junto con las copas. En la casa de mamaluisa (Luisa Guzmán) se hacía
el sermón de prendimiento; las calles atiborradas de fieles, el párroco, sus
coadjutores y los monaguillos; al pie del organillo el corista, todos sudaban,
casi siempre ese día era canicular; la procesión era las más extensa en el
recorrido y llegaba el viernes. El decorado del altar estaba matizado de brazos
de árboles cortados en las veredas, para imitar un bosque, guaduas derechas
ayudaban a la imitación. Sonaban las tres de la tarde; en el púlpito el padre
Gómez Martínez gran orador religioso, empezaba con aquella voz entremezclada de
dolor las siete palabras. Cuando llegaba el instante en qué Jesús muere, detrás
del altar sonaban unos tacos las luces se prendían y apagaban, los árboles eran
movidos y aquella parafernalia estremecía la feligresía haciendo llorar a las
ancianitas de pañolón negro, a los niños de brazos; todo era confusión y
silencio. Afuera, las cantinas apagaban los pianos…en la puerta un borrachito
decía: “Me he bebido muertos peores, ¿cómo no me voy a emborrachar por éste?”.
Alberto.
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