Figo, compañero de vejez
“Los grandes pensamientos, son como las grandes acciones, no necesitan
trompetas” (James Bailey).
La disputa generacional no tiene arreglo; ellos, los jóvenes, no estará
nunca de acuerdo con las normas conque los viejos se levantaron y los ancianos,
no aceptan ver el libertinaje sembrado bajo la palabra libertad; es igual que
juntar el agua y el aceite.
Claro que las cosas tienen que cambiar, pero no cortadas de un tajo. Los
niños y las nuevas generaciones, no son culpables. Somos los padres que no
trasportamos de lo nuestro, siquiera unas pequeñas migajas para crearles en la
conciencia algo de ese ayer y aprendieran a quererlo; lo que se recibe en los
primeros años, tiene sus frutos con el correr de los días. Se culpa a los niños,
cuando en verdad, hemos sido los adutos.
La casa la ocupaba la familia y se formaba el hogar. Había un padre que
enseñaba con el ejemplo y tierna madre que traspasaba ternura con sentimientos
pulcros. Existía el momento supremo de sentarse a la mesa. Con marco acogedor,
se hablaba de todo: el recuento de los ancestros, se hacían planes para futuro
inmediato, se corregía los errores al compartir las viandas, el respeto ante la
figura paterna al esperar que él se sentara primero y fuera el primero en
levantarse. Se corregía el modo de vestirse; era allí, en ese lugar, en que se
dictaban las normas de respeto a la familia y la forma de comportamiento ante
maestros, ancianos, mujeres, niños; normas sencillas, acatadas y constructoras
de futuro, para que las leyes no fueran las castigadoras. Entre sorbo y sorbo
de sopa, iba entrando en la conciencia de los hijos, la virtud de emular a los
progenitores esculturas de honestidad. Cuando alguien, se separaba del camino,
encontraba la voz férrea y disciplinada del señor del hogar, que le advertía
que sólo le pasaría la falta otra vez, de lo contrario, tendría que abandonar
el hogar; la madre, con lágrimas en los ojos, apoyaba al esposo en la
determinación, para poder salvar el resto de la prole y la estabilidad. En cada
familia no podía faltar la oveja negra, pero detrás de sí, se llevaba
incrustado por siempre, el valor de los consejos.
Atardecer en el campo.
Una falta en alguno de los hijos, era puesta en conocimiento por la
madre, para que el padre hiciera la reprensión. Se le castigaba con correazos
en las nalgas y no por ello, se veían las calles llenas de frustrados, ni
centros de corrección a cada cuadra, mucho menos cuadrillas de delincuentes
juveniles o madres bebés arrojando criaturas al pavimento porque el ‘juego’
sexual les quedó grande y no era como el de las filminas, que solo hicieron
despertarles una sexualidad a destiempo, cuando aún, se orinan en la cama. Los
padres de antaño estaban unidos por la responsabilidad que da el amor verdadero
y sabían que en la punta de fuete estaba en formar hombres de bien para
construir la paz, perdida hoy, por la permisividad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario