Arriero antioqueño.
“Bien está dos veces
encerrada la lengua y dos veces abierto los oídos; porque el oír ha de ser el
doble que hablar.” (Baltasar Gracián)
A la escuela de don
Jesús llegaban desde los campos, niños de pie descalzo, ropa en desuso, pero
impecablemente limpia. Traían en mochilas de cabuya o de trapo, los alimentos
para mitigar el hambre del día, pues sólo emprendían el regreso a la casita
enchambranada en las horas de la tarde. Los estudiantes pueblerinos, creían que
eran seres inferiores y muchos abusaban de la desadaptación de los pequeños
campesinos, destruyéndoles las viandas, escondiéndoles las mochilas o
golpeándolos. La vida estudiantiles, era un infierno, para quienes obedecían a
los padres dejando sus parcelas, con el fin de aprender que dos más dos son
cuatro, que Cristóbal Colón descubrió a América, que Bolívar libertó cinco
repúblicas y que los del pueblo, eran unos bellacos engreídos. No faltaron
condiscípulos, que les brindaron amistad y guardaban que los respetaran.
Infinidad de veces terminaba en trifulca contra el bando ‘inquisidor’, la paz
regresaba con la voz del maestro, ordenando: parasen en el corredor como
castigo.
Era bien agradable
escucharlos en los recreos, contar la vida cuotidiana allá en los lomos de la
cordillera: el respeto por los progenitores, las ordeñadas de la vaca casera,
de cómo era para ellos más fácil el manejo del azadón que el lápiz; lo bello de
ver brotar de la madre tierra, el maíz, los frisoles, las hortalizas; arrancar
las yucas, extraer la papa. La alegría desbordante de enjaezar el viejo caballo
galopero, para coger monte arriba en busca de leña, descansando a la sombra de
frondoso árbol de mango y disfrutar por instantes del fruto. Coger aquí y allá,
chamizas y troncos, esquivando a las hormigas ‘cachonas’; amarrar con soga el
montón de leña, acomodándolo al lomo del animal sobre la enjalma para ir a
parar sobre el fogón de piedras en que se cuecen los alimentos sin recato, para
una prole de 12 personas que se aman y respetan al amparo de Dios.
Bella anciana silletera.
De esos buenos amigos
con olor a musgo, quedaron impregnados en la caverna del recuerdo y la
gratitud: Eustaquio Hernández y José Muños. Los pies delicados, siguieron las
pisadas descalzas y callosas, recorriendo cafetales frescos atravesados por la
tímida corriente de pequeña quebrada serpenteante; los ojos miraron la fastuosa
elevación de árboles de guamas; sintió el abrazo cálido de amistad de una madre
de pañolón, que lo invitó a sentarse a devorar sancocho de gallina, en un
tronco de árbol que era el trono en la cocina del señor del hogar. Bajó para
nunca volver, con la pareja de conejos, conque remataron la hospitalidad y amor
que sólo poseen las personas sencillas, núcleo central de la antioqueñidad.
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