Familia unida ante comida típica antioqueña.
Al tuerto cojo, ábrale
el ojo. (Refranes antioqueños)
Se pasa una vida entera
sin que un pequeño instante, se evapore en el vulgar e ingrato olvido. Por
insignificante que ese momento sea, queda enmarcado con letras indelebles acuñadas
al corazón. Eso ha pasado con aquellos cucuruchos en que se empacaba el ‘cofio’
o el ‘minisicuí’ que vendían en algunas tiendas a los niños que llegaban en
estampida, para ser los primeros en ser despachados. Estos goces infantiles
partieron sin dejar rastro, al igual que lo han hecho el respeto por los
padres, el juego de canicas, los trompos, el salto de la cuerda y tantas cosas
sencillas, que mantenían ocupadas las mentes de los infantes.
En el recuerdo anda
dando tumbos, el día que se quiso hacerle competencia a aquellos envoltorios.
La tía Virgelina, quien para aquellos tiempos prestaba sus servicios como
trabajadora a un laboratorio de la ciudad de Medellín, llevaba en grandes
cantidades un polvo efervescente que a la vez que era bueno en caso de llenura
estomacal, servía cómo laxante. El caso es, que echaba por iguales partes, la
Sal de Frutas y azúcar. Al saborearlo era agradable al paladar. Manos a la
obra. Con hojas de cuaderno hacía los cucuruchos y con una cuchara, llenaba
hasta cierto punto; en la maleta empacaba el producto y en los recreos vendía
hasta quedar agotada la existencia. Jamás preguntó a sus furtivos clientes, si
aquel experimento les había hecho daño o los hizo entrar más de una vez al
inodoro. No fueron mucho las ganancias, pero sirvieron para comprar golosinas,
uno que otro trompo Canuto y muchas bolas que paraban en la bolsa que la mamá
confeccionaba con amor, para el hijo menor, que el padre con algo de humor
llamaba: “El Limpia Piedra”.
La incipiente
‘empresa’, duró lo que dura una flor. El próximo año pasaría al Instituto San
Luis y si la seguía allí, nada raro que se ganara una golpiza, los
condiscípulos eran barbados, con bigote y no se dejarían engañar de un
‘culicagao’ recién llegado o lo peor, el cura rector, no era un San Francisco
de Asís, todos le temían por la drasticidad que rayaba en la dictadura y si lo
llegara a detectar en el engaño, lo mataba.
Paisaje en Santa Elena Antioquia.
Sintió el dolor natural
al abandonar lo que le brindaba la oportunidad de hacer sus compras, sin tener
que pedirle dinero al papá, que le hacía mil preguntas en que se lo iba a
gastar, pero era mejor no tener nada a recibir una golpiza de los condiscípulos
por sentirse engañados al ver que el producto después de ser engullido, les
soltaba el estómago y constantemente tenían que pedirle permiso al maestro de
turno, para ir al ‘cuartico’, no sin antes echarle una mirada agresiva al
inventor de aquel laxante endulzado con azúcar. La afortunada decisión le
permitió continuar con vida y llegar al siglo XXI.
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