QUEBRADA ARRIBA LOS NIÑOS UNA TRADICIÓN DE COPACABANA
En el tiempo en que en
Copacabana disfrutaba de los 23 grados de temperatura, la suave brisa no
encontraba obstáculos en moles de cemento, los habitantes se conocían
compartiendo sus viandas; los hogares llenaban los solares de árboles frutales,
los animales retozaban en las inmensas mangas y la escuela Urbana de Varones,
sí, esa misma conocida cómo Escuela de don Jesús, la de dos patios para
desinhibición; uno con fontana incorporada, que servía para calmar la sed o,
refrescar el cuerpo del sofoco de tardes de verano; aquella, de salones
amplios, vastas ventanas para que el espacio pudiera compartir el aula con el
aprendizaje de los párvulos de números quebrados, decimales y el respeto
social. Ese lugar de primer amaestramiento, no estaba exento del temor al
castigo cruel de las famosas ‘reglas’ que golpeaban varias veces las manos o lo
glúteos de aterrorizados niños. Fue allí, que entre recreo y recreo escuchaba
de un compañerito la famosa historia de LA PIEDRA DE ARA.
En el amplio patio de
atrás llamado el Predio, amurallado por paredones de tapia que formaban un
rincón en que la sombra invitaba a reposar, él, el que seguro escuchó en el
hogar los misterios esotéricos que se hayan en el interior de los templos, exactamente
en el altar donde los clérigos ofician las misas, se encuentra lo que en la
memoria quedó gravado y que ya con todos los años encima encuentro: “(…) Pero en la parte central taladraban un
hueco de unas medidas adecuadas en los que introducían reliquias de algún
santo, pedazos de lignu crucis, o talismanes sagrados para significar la
conexión interna entre el cielo y la tierra, entre el oficiante y el oficio,
entre el sacerdote y Dios, es decir de esta forma daban al altar la cualidad o
símbolo de Cuerpo de Cristo, sobre el que conectamos con Dios.” Mi amiguito
contaba con la inocencia que para aquellos tiempos existía, qué en el Sitio de
la Tasajera, la Copacabana del alma, habitaban hombres que empotraron chispas
de la piedra de Ara en la muñeca de la mano, usurpadas del hermoso altar
recubierto de plata (que un negro día desapareció), volviéndose casi imbatibles
por enemigo alguno; de eso recuerdo los nombres del Hijo de Juana del Cabuyal y
Cañengo de la Azulita. Mi compañerito me lo contó y yo se los repito.
Alberto.
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