INTERIOR DE LA IGLESIA DE COPACABANA
En aquellos pueblos de
antaño, esos, de bestias amarradas a los barrotes de las ventanas arrodilladas,
carros de escalera, sermón de Hora Santa, Madres Católicas e Hijas de María,
existían personajes inolvidables ya sea por su ostentación, el gamonal, la niña
más sexi atracción de miradas; esos mentirosos compulsivos que si dicen una
verdad, se ponen colorados, hermosos borrachitos que si no los metían a la
cárcel cada domingo, la rasca no tuvo gracia o la pelea a machete en la cantina
por linderos o aguas. Esos pueblos que hoy yacen ante el poder satánico del
“progresos” y que los pocos duelos se esconden para no verlo morir. Casi
siempre los historiadores en sus escritos van nombrando personajes de alcurnia,
límites, nombres de cordilleras, ríos y quebradas. Hacen un barrido en la
historia del primer cura y alcalde que dejaron huella, aunque esta haya sido
nefasta, olvidan a esos humildes faltos de intelecto, que muchas veces,
utilizan el personaje como un caparazón para vivir del cuento, pero la mayoría
de las ocasiones trancaos y cerrados por dentro; esos que todos llaman
Personajes Típicos. Copacabana los poseyó[C1] y muy buenos.
Cuando la sonoridad de
las campanas de la iglesia decía en su canto que eran las tres, esa hora en que
el sol se vuelve faro, la brisa empujaba los chorros de la fontana y la brizna
curiosa se salía del estanque, para pícaramente chilguetiar a los
transeúntes, ese momento diáfano en el cielo que aprovechan las tórtolas, los
azulejos y las palomas para cruzar la belleza del parque; los días sábados se
veía una mujer enclenque, inexpresiva, vestida con atuendo gris que cubría el
encorvado cuerpo salir de las hileras de cuartuchos que eran las carnicerías en
semana, llevando encima la pesada mesa parte del toldo que el domingo
engalanaría el entorno. Una y otra vez pasaba con su carga sin un reclamo, sin
mostrar fatiga, cansancio y ni una sola sonrisa. Al terminar la labor emprendía
camino a La Azulita donde tenía su morada. Piel de mestiza, pálida, impasible y
rápida; aquella pequeña distancia del parque a la Azulita, se convertía para
ella en martirio. Los niños le gritaban Babey y ella, se convertía en una
energúmena, lanzaba piedras a diestra y siniestra…unas daban en el blanco y
otras cayeron en el recuerdo para no hacer ningún daño.
Alberto.
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