LA RIDICULEZ QUE HACE
EL DINERO.
Cuando todavía usaba
pantalones cortos sostenidos por cargaderas de cuero, en forma de trenza,
rezaba el rosario entonado por el patriarca del hogar, en aquel tiempo que nos
desparasitaban con Quinopodio, la pelota de números rodaba en tumbos por cuanta
manga había, las niguas campeaban por los dedos de los niños, con aquella
sabrosa rasquiña y los domingos iban llegando los campesinos descendiendo desde
las altas montañas, trayendo en mulas y caballos, los productos agrícolas que
la Mama Pacha en abundancia les concedía; los ojos preguntonos y curiosos, se
detenía en la belleza engalanada de sencillez, de aquellos seres vestidos con
sus trajes típicos: Su sombrero aguadeño, sin ningún perendengue, arete,
maravedí o bagatela que deshonrara su casta; camisa blanca signo de pureza de
almas grandes, trabajadoras y honestas; pantalón de dril o paño con el negro
dominguero, bien aferrado con correa de cuero; una gran parte a pie limpio,
otros con sandalias o abarcas bien adheridas a las callosas extremidades con las
que transitaban por socavones, peligrosos y abruptos caminos para llegar a la
querencia que se deja ver desde la distancia, cuando el humo es lanzado por la
chimenea, demostración de qué en el fogón, las viandas están casi lista.
Aquella ruana bendita de gruesa lana, color gris o negro, algunas con rayas o
fondo entero, compinche de amores furtivos, compañera inseparable del rodar de
dados, abrigo del frío del hijo recién nacido y compañera del tiple en noches
de bohemia y cubridora del carriel y sus secretos bolsillos, en que con
disimulo se asoma la barbera o las trenzas de la amada.
Hoy, todo aquello, se
fue perdiendo cuando los politiqueros ambiciosos les compraron a los campesinos
su hidalguía y distinción. Encuentra uno en aquellos grandes hombres de la
literatura paisa, obras maestras ensalzando la grandeza de la comarca; la
admiración del orgullo del hombre de campo por su atuendo, atavío y vestimenta.
Verlos bajar en grupos con la hermosura de las flores en enormes silletas, qué
más bien, parece un concurso de fuerza y no de belleza y candor. Recorrer
sudorosos, calles enclaustradas para que sólo ojos omnipotentes puedan ver,
aspirar el olor embriagante de jazmines y deleitarse viendo el revoletear la
abeja detrás del néctar. Todos marchan al compás de órdenes, con runas
púrpuras, ofensa a don Tomás Carrasquillas, Ñito Restrepo, Vélez Efe y otra
pléyade maiceros de pura cepa, que lloran desde su refugio celestial, “al ver
como se afemina la molicie” y cómo “se lleva el hierro sobre el cuello”.