MÚSICA COLOMBIANA

ASÍ ESTAREMOS HOY.

jueves, 17 de diciembre de 2020

LOS RUMBIADEROS


 


POSUDO.

Ese viejo pueblo dormilón recostado a la montaña, arrullado por la sonoridad del cauce del río, el encantado del golpear de las aguas de la quebrada Piedras Blancas; ese Sitio de la Tasajera amodorrado por el ensueño de su pasado, era tranquilo, con el silencio del claustro de monjes. A lo lejos, sólo se escuchaba el sonido de máquinas Singer en el interior de los hogares, movidas por piernas femeninas, uniendo con hilo la tela hasta formar camisa y pantalón para cubrir al paisa trabajador en la jornada de trabajo honesto diario. Los aires recogían la algarabía de la chiquillería en el recreo de la escuela de don Jesús y los lanzaban al espacio desviando el círculo del vuelo de las palomas. La palmera danzaba abrazada al viento que llegaba del norte. Desde el Tablazo el repiqueteo del martillo en el yunque, descargado por brazos desnudos, formaba la danza de la laboriosidad en esa Copacabana Fundadora de Pueblos; la alegría del remanso de paz, contagiaba a los Cucaracheros, los Sangre Toros, las tórtolas, las aguadulceritas, los Siríes e infinidad de aves, que recibían un baño en la pila y jugueteaban en sus aguas. Así, cómo se persigna un cura ñato, se describe la serenidad de aquel nido acogedor de antaño.

El baile es un motivo de recreo, es como sí sé fuera en cada paso la pesadez de la rutina, el agrietamiento del dolor. Se danza percibiendo el palpitar del corazón de la pareja, los espasmos producidos por el contacto y esos suspiros entrecortados exhalados desde la voluptuosidad. En la hidalga Copacabana se brillaba hebilla muy de vez en cuando; por ejemplo, en algunos cumpleaños, primeras comuniones y podía ser, por anestesiar a los contrayentes, en los matrimonios, claro, sin olvidar los diciembres en que bailan hasta las pulgas. Un fin de semana se notaba algo diferente al sosiego del villorrio. Subían por la carretera que se llamaba “la vieja”, esa que pasa por el Pedregal, muchachos en bicicleta, parejitas de enamorados, hasta familias enteras; aquello parecía una romería al Señor Caído de Girardota. La respuesta aquel singular acontecimiento no era otra qué, después de los tejares de los Zapatas, la familia González, había construido un despampanante bailadero con estilo de casa de campo de amplios corredores, que le daban la vuelta al salón principal en donde estaba el mostrador. Fontibón se llenaba de tal manera de danzantes llegados de Medellín que muchos se acomodaban en los muros o, a las orillas de la carretera. Bueno hasta que aparecían los celos, el descarado de turno o los fogoneros de los carros de escalera. El comentario era, que algunas noches desde los cañadulzales se escuchaban suaves lamentos entrecortados; también desde el púlpito sonoros repelos a la vida de concupiscencia adquirida por la feligresía. “Pero al qué no quiere caldo se le dan tres tazas,” por el otro extremo se abrió El Tolú, con mucha semejanza al de la salida a Machado, más campestre, lo suficientemente retirado para evitar los murmullos de la cofradía del Santo Sepulcro, las Hijas de María y las seguidoras quejumbrosas de San Antonio.