UN BRINCO AL PASADO.
Es un privilegio éste, de aún ver pasar por la frágil y
engañosa memoria, acaecimientos de un ayer aromatizado por fragantes flores
esparcidas a lo largo del camino de la vida o por el airecillo remojado de
rocío desprendido de la montaña; esa dispensa, no se puede dejar ir como si
fuera un amor quebrantado por la ingratitud. No. Es para irlos deshojando como
blanca margarita, sobre la hermosura del papiro, sin que a la caída de los
pétalos se corrompa, pervierta o deprave su esencia. Es bálsamo de vida a pesar
del tiempo y la distancia, acariciar con el alma, esa pasividad de la otrora
tricentenaria, la de los amaneceres diáfanos en papados de sereno, sonidos de
golpes sobre el yunque, campanas de acariciadora sonoridad invitando al rezo,
mariposas succionado el néctar de las bifloras y el eco acompasado de zapatos
de hombres camino al trabajo honesto, al cruzar anchuroso parque, dejando atrás
la blancura del monumento a la madre. Esas cosas sencillas miradas por algunos
por encima del hombro, fueron las que dejaron huellas indelebles en muchos de
sus hijos ya envejecidos de tiempo e historia, caminar lento, ojos vidriosos
mirando con añoranza ese pasado y dejando caer la lágrima ante la incomodidad
del presente traumático, insensible y excluyente. ¡El poblado bucólico se fue
desmembrando como un leproso!
Ya no se escuchan desde la benemérita capillita, la algarabía de los niños en el catecismo, son ruidos empalagosos entrecruzados de voces de niñas ahítas de alcohol. Se ha creado la ciudad, es la Zona Rosa. Nada es estático en el girar de los astros, todo cambia. En el virar van dando volteretas como saltimbanquis las cosas sencillas, la paz hogareña, las virtudes ancestrales y muere el ayer. Las cantinas bohemias de tangos tristones, de música antigua, las de boleros arrulladores y sonidos de pocillos con tinto (café) cayeron al suelo llevándose con ellas, la conversación amena de amigos compartiendo alegrías, pesares, triunfos y derrotas. Los edificios (palomeras), no permiten que las aves retocen en sus vuelos, no se asientan en los techos azulejos, chamones, golondrinas, ni colibríes; el rumor de la corriente de agua queriendo ser río de Piedras Blancas, se volvió un hilillo insignificante, como una lágrima constante por el recuerdo del ayer de alegría, de párvulos retozando en esos charcos azules. Ya nadie lleva reclinatorios al templo, no cruzan la inmensa plaza los carros de escalera con su sirena, menos los carros de bestia con aquellos: ¡Arre mula hijueputa! Son tantas cosas en cadeneta que se llevó la borrasca de la “civilización”, que queda uno de piel tostada por los años, con dolores en el alma y sin una sola arma para defender lo ancestral y dichoso de ese ayer, que jamás ha de volver.
Alberto.