Escuela de niños Copacabana
El
firmamento estaba azul, ni una nueve se dejaba ver. El burro de don Ramón hacía
como de costumbre los rebuznos manifestando que eran las tres de la tarde, ni
porque lloviera a torrentes o lo sacaran a pastar, dejaba de decirle a los del
pueblo y a los escueleros que era la hora de la modorra. El entorno sabía y así
lo escuchaba, cuando a lo lejos el pito del tren los llenaba de una alegría
difícil de entender. Aparecía en la estación repleto de gente de otros lares,
sacando por la ventanilla el cuerpo compraban dulces y frutas. Empezaba la
marcha con extensos cha…cha…el vapor blanco era expedido, de la chimenea
brotaba el humo negro producto del fuego producido por el carbón de piedra,
mientras se iba alejando, los pañuelos se agitaban diciendo a adiós a quienes
no se conocían, pero hermanos en la alegría y el dolor.
Aquel tren que pasaba repleto pitaba llamando a
todo un pueblo para mostrar sus bondades; los coches calientes por la
aglomeración de respiraciones, bullaranga de risas de niños, besos furtivos
cuando los rieles entraban en el túnel, humareda que contaminaba los cuerpos;
más atrás, los vagones acogían los brotes de la naturaleza que manos callosas
descargaban en cambio de míseros billetes. El ganado encasillado bramaba, como
reproche de un destino incierto. Aquella Arca de Noé que recorría polines, era
el mixto.
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