Esa mañana gris como pensamiento de
frustrado, se llega hasta el frío saloncito de espera, al frente en el dintel
una placa con el número 204; era el consultorio médico al que había llegado.
Algo raro sucedía, estaba intranquilo. Salen una anciana y su acudiente; de
adentro escucha su nombre, mientras camina ensaya una sonrisa decorosa para impresionar
al galeno, mientras mentalmente ensaya el discurso para demostrar que aún está
vivo y que no es un sujeto del montón, esperando con ello, recibir un buen
trato ¡Oh que triste sorpresa! El médico (costeño él), no levantó la mirada y
menos contestó el ensayado saludo. Dijo con su cadencia: “A qué viene.”
Entendía con claridad meridiana que
aquella profesión es muy linda, que son muchísimos años de lucha, con
trasnochos, sufrimientos y tantas otras penalidades para lograr un día con
aplausos y risas de felicidad de la parentela el diploma que lo acredita como
un nuevo mesías ante el dolor y la desesperación de un paciente. Aquella
frialdad, irrespeto y mala educación al no levantar la mirada del computador
que estaba en línea, lo desplomó, se sintió qué sólo era una ficha más de una
cuota de sobrevivientes a la fuerza, ante la apatía, inercia, desidia de un
seudoprofesional, brotado a la fuerza de una universidad desalmada paramuna.
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