ARRIERO DE COPACABANA
Quién se mete a hablar
del pretérito, se le va observando como amante de los cavernícolas, a alguien
qué en el tiempo de las grutas volaba encima de un Ornitisquio (dinosaurio
volador), es cómo dicen las gentes cachet, “pasados de moda”. Pero no hay tal.
Eso de sacar a desempolvar el ayer, es verdaderamente agradable, convierte al
explorador en un extraño ser que aun ejecuta la gratitud, una virtud
desaparecida del contexto social; también tiene el encanto del minero aurífero,
al menear la batea y ver en el fondo la chispa del anhelado oro. Por eso y
otras cosas, es que hace el recordar, una alegría indescriptible, aunque por
instantes se revuelva con alguna lágrima; sé sabe que son muchos de los que no
entienden nada de ese ayer, y saltan de felicidad al ver medio escondido, algo que
toca la fibra de sus ancestros, por eso, es grato ser contador de vivencias,
limpiador de anaqueles en que reposan escondidos librejos de lomos raídos por
el contacto de manos callosas, trato brusco de niños ávidos de saber o de dedos
delicados de esbeltas mujeres apasionadas por el parnaso en que se agita el
corazón.
Aquel rinconcito que
era Copacabana escondida entre las nebulosas del tiempo, se mantenía apacible,
romántica, meneada por la brisa acompañada de trinos de ‘pinches’, cucaracheros
y uno que otro sinsonte bajado de las montañas; por eso, al caminar las calles,
se alcanzaba a escuchar el sonido de las máquinas de coser Singer, impulsadas
por pies femeninos cubiertos par chancletas o babuchas de abuelas, cosiendo
ropa de cargazón. La estampa familiar se observaba sin ningún tapujo, pues las
puertas y ventanas eran atalayas para otear la pujanza de los hogares. Cada uno
ocupaba el lugar que le correspondía: La que estaba atareada en la humeante
cocina, la que con jabón Camel e inclinada, lavaba la ropa y junto a los
carreteles de hilo, telas recortadas, dedales etc. no podía estar ausente el
bebé semicubierto, pues sólo usaba una camisita y con las nalgas al aire, mientras
en la boca con fuerte mandíbula agarraba un chupo semiamarillento por el uso,
encasquetado en una botella de gaseosa Carta Roja, lleno de aguapanela con
leche acabada de ordeñar y vuelta a calentar en el fogón de tres piedras en que
la madre atizaba el carbón de leña.
Alberto.