KIOSCO VIEJO DE COPACABANA
Traer desde por allá
tan lejos, pequeños momentos vividos en esa cajita en que permanecía
resguardado para no permitir que nadie perturbara la alegría, eso, no conlleva
al esfuerzo. Copacabana era la cripta en que fueron ocultos los sentimientos
más bellos que caben en el corazón de niño, joven y adulto. Corría el año de
1946 o 47, la administración y quizás la SMP (Sociedad de Mejoras Públicas), se
propusieron darle al pueblo un lugar de esparcimiento; emprendieron la
construcción del kiosco, aquel, de redondel, en que el aire, el sol, las
golondrinas, pasaban sin encontrar obstáculos; en dónde las parejas se podían
mirar al amparo del libre regocijo, sin que apareciera el escarnio o la duda,
mientras en el pequeño y redondo cubículo de la administración, en el
tocadiscos giraba disco de acetato a 78 rpm, con temas románticos. Cuando se
empezó a constituir la distracción del conglomerado, el caguetas ocupaba el
caserón en que estuvo una de las primeras capillas, en la esquina noroccidental
del parque, diagonal a doña Concha Acosta, propiedad de Los Isaza, acaudalada
familia; desde ahí, empezaba a fraguarse los juegos con que la chiquillada
disfrutaba y sin querer queriendo, se volvían la calamidad. Los pobres
albañiles en el día colocaban 7 hiladas de ladrillos y los “angelitos” en la
oscuridad de la noche, tumbaban 3, escondiéndose del que salía buscar en los
escondidijos.
Aquella plaga de
inocentes infantes desaparecía como por arte de magia, al divisar a ‘Patalán’
el inmenso policía que estaba de ronda en la noche. Lo bello, acogedor y tierno
del lugar, recibió órdenes de conciencias mediocres de perderse de la historia
y mucho también de culpa, al crecimiento de la población. Ya la juventud estaba
posesionada en el cuerpo del infante de ayer, cuando en el mismo lugar apareció
el nuevo disipadero de la comunidad. Un kiosco grande con plancha de cemento,
administración con harta capacidad, un muro para resguardar el piano de 100
melodías, un piso embaldosado y varios meseros para atender la clientela. Éste,
ya no era refugio de jugadores de ajedrez, ni tertulias con el padre Jaramillo,
el romanticismo de lo sencillo lo desbarató la super población, esa, qué no
tiene amistad y se pandea sin asomos de sentimientos, pero no por eso, allí, se
quedaron engarzados bellos momentos, unos, con el sabor a anisados y otros, con
el recuerdo de labios pulposos en el rostro de los primeros amores. Este, duró
lo que le permitieron las raíces de unas matas de “balazos” sembradas en una
era cercana que levantó el piso, dándole paso al actual.
Alberto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario