“YA EL TRAPICHE NO MUELE”
El niño estaba activo, había acabado de llegar de la plaza de
hacer un mandado, junto a la poceta al pie de la máquina de moler el maíz,
cerca donde dormitaba Pepe el gato bajo la mirada inquisidora de Biyú el fiel
perro, estacionó el aro metálico y el gancho que le daba velocidad y dirección,
la madre le tenía una taza con aguadulce con limón, premio por ser acomedido.
Unos momentos de descanso…la bendición mamá y se tira a una nueva expedición
por los intríngulis e incógnitas de la pasividad del poblado de la Virgen de la
Asunción. La margen derecha del río Aburrá, era de gran extensión en que, al
irla caminando, entre árboles, arbustos, matas de caña brava y caña dulce, al
sentir presencia extraña, blancas cigüeñas salían espantadas; de vez en cuando
por entre la maleza se veía corretear a gran velocidad parejas de conejos. Las
aguas negras del caudaloso río, se prestaban para juguetear en su caudal
evitando toparse con el remolino en la orilla contraria ¿Diversión o aventura? Jamás
lo supo y menos los progenitores, porque de lo contrario, no estaría contando
la historia. No muy lejos se escuchaba el sonido sordo de un machete derribando
la caña dulce, el olor a tabaco se sentía, carcajadas de hombres, silbidos e
hijueputazos por la cortada causada por una de las hojas o por las picaduras de
centenares de moscos; no sentía miedo, era natural en la vega de los Santamaría
a la siega de caña para alimentar el trapiche. La escena se repetía cada que
iba a haber molienda en los diferentes trapiches del villorrio, ya fuera el de
Guasimal, Cabuyal o el diagonal a su hogar en el barrio Asunción parte alta.
El atardecer estaba decorado con arreboles, vacas blancas orejinegras pastaban en la manga de la finca del Banco; ladridos de perros se escuchaban a la distancia, azulejos y sangre toros, cruzaban en vertiginoso vuelo mientras de la chimenea empezaba a escaparse un hilillo de humo negro síntoma ineludible que la inmensa rueda movida por el caudal de agua de la pequeña quebrada, hacía girar el exprimidor de las cañas haciendo brotar la dulzura del zumo y dejando atrás el bagazo que servía para atizar el inmenso horno que lo haría hervir en las pailas hasta darle la consistencia de la redonda panela. Adentro en aquella inmensa enramada, los hombres de torso desnudo, sudaban como si el entorno fuera fracción del infierno, todo lo contrario se experimentaba en el hogar del mozuelo, cuando reunidos armónicamente en torno del comedor dispuestos a engullir los frisolitos con coles, aspiraban el almíbar que el aire coqueto y juguetón, les llevaba a las narices para irlo depositando hasta el corazón y éste, lo adornaba con risas y lágrimas hasta convertirlo en añoranzas, nostalgias, meditaciones de tiempos que no regresarán aunque se haga todo el esfuerzo por volverlo a vivir.
Alberto.