Todo iba normal. Los juegos con los amiguitos, las idas a misa en comunidad de la escuela, las entregas de tareas a don Jesús mi maestro, hasta las peleas con los demás párvulos; pero le da a uno de los maestros decirle a mis padres: Don Francisco, la barriguita del niño demuestra que está llena de gusanos, hay que purgarlo. Mi padre a la botica (como se llamaba para aquellos tiempos), en un pequeño envoltorio, el frasquito que en la etiqueta rezaba: QUINOPODIO...
Por la noche los preparativos para el día siguiente.
En la mañana el niño en pantaloncillos, arrastraderas y listo para las carreras. Abra la boca mijo y no valla a dejar perder ni una gota del vermífugo para que le haga buen efecto. Se venían encima de uno cómo quien va a matar una fiera. Mi madre me tapaba la nariz para que no sintiera el olor horrible del medicamento, mientras tanto mi padre (que para ese instante odiaba), en una mano el maldito frasquito y en la otra media naranja, para pasar aquel líquido con sabor a demonio y para que uno no vomitara. Ya mi madre que me había soltado, tomaba entre sus adorables manos una taza de aguadepanela, pues esta y que ayudaba al QUINOPODIO, a hacer mejor efecto, todo el día seguían con la toma cada cuarto de hora. Eso era una tortura China.
Más se demoraba uno en tomarse el purgante, que tener que salir cómo alma que lleva el diablo al sanitario y entre lágrimas, sudores y nauseas, regresaba a la cama bien abrigado y allí pasaba el resto del día; corra hacia allá y corra para acá.
Todo eso muy calamitoso y triste, pero había algo que me llenaba de rabia, era la burla que mi hermano mayor me hacía escondido detrás de la puerta. Quería poder echarle mano para decuartizarlo y meter su cabeza en la taza del inodoro junto con mi mie...
pero él al ver mi ira más se burlaba y lo hacía sin temor, claro yo no podía salir de la alcoba pues sí lo ejecutaba, según las comadres, podía hasta morir. Eso era mucho sufrimiento al que me habían llevado las malditas lombrices (¿parásitos? eso es de ahora), que les había dado por vivir en mi estómago; creo que ese acontecimiento me dejó para siempre marcado, pues, al ver gusanos en las guayabas mi recuerdo se eleva a ese tiempo y no se sí correr...pero recapacito y sigo degustando de tan maravilloso fruto. Pero casi se me olvida algo tan desalentador cómo aquello de las comidas que mi madre hacía aquel luctuoso día. A mi nariz llegaba por las rendijas de la puerta olores celestiales de las frituras que todos saboreaban sentados en el comedor, mientras yo, seguía tomando aguadepanela y diciendo cuanta maldición se me venía a la cabeza para mis verdugos.
foto Ibán Ramón.
Pero como pasan todas las cosas de la vida. Llegaba el nuevo día y el desquite. Ya podía comer de todo. Mi madre, me llamaba con cariño y me sentaba en el comedor, ella que era tan buena me había guardado de la comida del día anterior, me sentía cómo un mendigo pasado a rey y comía y comía, pues mi estómago estaba vacío ya no sentía odio ni por mi maestro que había comenzado todo eso, ni por mis padres y tan poco por mi hermano, pero...sí esperaba que a él le tocara el turno de su QUINOPODIO.
Jajajaja!!!
ResponderEliminarQuizá algunos digan que soy muy joven, pero a mi también me tocaron ese tipo de cosas, no exactamente, pero si me daban mi vasote de purgante y mi "desparasitante" que era como usted lo narra: terrible!
Saludos Don Alberto!:D