"Es mejor encender una luz que maldecir la oscuridad". Madre Teresa de Calcuta.
Sí, habíamos pasado de la niñez a la juventud. Por las tardes, después de haber hecho la tareas del colegio (Instituto San Luis), empezábamos a acicalarnos en frente del espejo: una untada de fijador en el cabello para que permaneciera bien peinado y llamativo; buena cantidad de dentífrico sobre el cepillo de dientes, para que el aliento fuera fragante al conversar; untadas de desodorante en las axilas para evitar cualquier mal olor por sudoración. Del escaparate ( no existían los chiffonnier) sacábamos la mejor ropa: pantalón bien planchado, camisa que hiciera juego a las medias y zapatos lustrados y brillantes; queríamos estar lo mejor presentados para que la niña qué nos robaba el corazón, quedara impresionada con nuestra presencia. Toda esa parafernalia tenía la intención de llegar hasta el parque de la población para el galanteo a las hermosas Evas que ya se habían bajado la falda y usaban zapatos medio tacón, se untaban polvo de "flores de Niza" y un pequeño rubor, ah, y un poco de pinta labio. ¡Se veían tan lindas!
El parque lleno de árboles; eras, geométricamente trazadas, bancas hechas de cemento que servían para el descanso y para darle abrigo a los primeros amores. Ellas se cuidaban mucho de sentarse bien para que no fueran observadas sus intimidades, que guardaban cómo un tesoro. Eran recatadas en la conversación y sobresalía el pudor que era enseñado y heredado de sus ancestros. Eran virtuosas, hogareñas, amantes de sus padres, dignas y lo mejor, sabían amar. ¡Qué lindas las muchachas de entonces!
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