Mantequillera
“Lo importante no es lo que nos hace el destino, sino lo que nosotros
hacemos de él.” (Florence Nightingale)
Creía que con aquel tercero de bachillerato en el colegio San Luis, era
lo necesario para enfrentarse a las zancadillas de la vida y le dijo adiós a
los estudios. Algo de aquel instante aún perturba su recuerdo. Fueron aquellas
dos lágrimas escapadas de los ojos verdosos del padre, ante aquella noticia
¿Qué será de tu vida? La juventud no entiende razones. Don Abrahán Espinal administrador
de la fábrica Imusa, amigo del progenitor, le aceptó emplearlo a pesar de la
corta edad del retoño. Aquello era como capando leprosos, solo había que
sacudirlos. Al lunes siguiente, se dirigía a la empresa listo para laborar.
Los años transcurrieron en un santiamén y manejaba las máquinas de
plástico como la palma de su mano. Logró que los compañeros le tomaran simpatía
y compartían los alimentos cuando el turno era el de la noche, sobre todo con
Carlos Mario, quien también, jugaba fútbol en el equipo del pueblo con él. La
compañía adquirió en México varios aparatos que innovarían la producción de
elementos del hogar en que estaba especializada la empresa. Después del montaje
a cargo de los mecánicos, le fue adjudicada una de inmensas proporciones con tonelada de presión y 450 de temperatura en el
torpedo que derrite el plástico hasta llevarlo al molde, en que estaba diseñado
una coca que serviría a las familias para almacenar la mantequilla, de ahí, el
nombre de mantequillera. Las semanas pasaba normalmente sin presagios. En la
torre de la iglesia, el reloj daba la última campanada de la seis de la tarde
(tiempo nostálgico); se marcó la tarjeta de ingreso a la factoría y cada uno a
sus puestos habituales. En principio notó que la maquina no estaba funcionando
normal, echó varios vistazos y continuó la labor al no encontrar la causa.
Alcanzó a escuchar el llamado de Carlos Mario para que hiciera un alto y
compartir las comidas empacada por las madres. Le faltaba extraer una pieza
entre el torpedo y el molde.
Tranquilidad de la antigua Copacabana
No supo cómo ni cuándo el engranaje falló. Sintió la mano derecha le
quedaba aprisionada y como si le llegara un soplo divino, con la rapidez de
felino, devolvió el seguro antes que le aplastara la extremidad y el líquido
hirviente se depositara. El monstruo de hierro respondió a la acción de la
reacción y con suavidad sacó la mano hecha una plasta y quemada. La mirada se posó
en el escalofriante momento; mil cosas pasaron por la mente con la velocidad
del rayo y se escapó un grito que retumbó por todo el salón del plástico. Las
viandas se quedaron servidas y la angustia de los compañeros se adhirió a la
escena.
El cirujano plástico, recobró lo perdido y todo con el tiempo regresó a
la normalidad.
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