Araña
Se ha resaltado a
través del tiempo en éstos escritos, la paz conventual que se respiraba entre
los pocos habitantes, del idílico lugar encasquetado en la agreste montaña,
circundado por un río y atalayado por la elevada torre de la iglesia; eso era
Copacabana la tricentenaria población, que el conquistador español Jorge
Robledo fundó, para dejar allí, un sembrado de honestidad en sus gentes. El
trabajo limpio de hombres laboriosos, mujeres igual que manojos de flores
silvestres, recatadas, pulcras, esposas fieles y madres apasionadas en la
crianza de sus hijos; orgullosas en su preñez. El templo, era el lugar de
encuentro matizado de oraciones exhaladas entre ruanas, cachirulas, mantones y
genuflexiones. Las dos escuelas para diferencia de géneros, eran los castillos
que albergaban a los niños, para continuar la preliminar educación hogareña,
por unos maestros íntegros, que depositaban su saber con torrentes de amor. Las
clases se iniciaban con una plegaria. En aquel pedacito de cielo, se respiraba
paz. Todos se saludaban, era la constante; pareciera, por la similitud de los
apellidos, que fueran familiares: Cadavid, Jiménez, Montoya, Zapata y Rivera.
El aguardiente, era el único vicio, de eso daba cuenta, el aforo de las
cantinas en los días domingo y festivos.
El viejo taita decía
socarronamente: “de eso tan bueno, no dan tan bastante” y…vaya sí tenía razón.
Por allá el año 1948 del pasado siglo, un viejecillo de apellido Álvarez,
carpintero él, descargó los corotos en frente de la fábrica Andina y con ellos,
sus dos hijos; sin saberlo, estaba descargando a la par, la maldición de la
droga, en papeleticas mal olientes.
Banda de músicos de Copacabana
Sus retoños, empezaron
a distribuir entre una juventud ignorante y tal vez ávida de aventuras, la
marihuana en pequeñas dosis. Muchos cayeron en la trampa y se les veía pasar en
grupos, para consumirla en la soledad del cementerio, en la oscuridad de un rincón
en un callejón o en las cercanías de la plazuela de San Francisco. La “traba”,
la llevaban a pasear a las cantinas y con una leve sonrisa en el rostro,
disfrutaban de Daniel Santos y Celia Cruz, con el yerbero moderno, que aquellos
“jibaros Álvarez”, les habían enseñado a regocijarse.