Amor por la naturaleza
Transcurría el año 1958
disfrutando de una juventud relajada, sosegada y tranquila. Todo lo tenía sin
excesos, con lo que bastaba para ser feliz. Gustaba del buen vestir, con ropas
cómodas y deportivas, que no eran bien vistas por el vulgo retrógrado de la
comarca, pues se salía de las costumbres ancestrales. Él había crecido en un
hogar, donde le habían enseñado a tener personalidad; por eso, poco o nada le
importaban los cuchicheos de la gente, aunque no dejaba de ser molesto, sobre
todo aquel murmullo, en que se ponía en duda la hombría. De ello, queda una
anécdota. Alguna señora atrevida, se lo enrostró y con suma delicadeza le
respondió: en su buen gusto queda comprobarlo mi sexapilosa señora. La dama se
desconcertó, tomando la actitud de perro regañado.
Era la costumbre en
aquellas épocas, que el galán visitara en la casa, a la amada Dulcinea, ya
fuera en taburetes en los amplios zaguanes bajo la mirada expectante de suegros
o de un travieso cuñadito o parado ante la inmensa ventana largo tiempo, en que
el cansancio hacía temblar las rodillas; pero, se ha dicho, que el amor puede
con todo. Pasaban las semanas en las mismas posturas y cuando los padres
notaban las buenas intenciones del enamorado, les permitían a la pareja una
salida hasta el kiosco, único lugar en que las damas podían entrar a tomarse un
refresco (lo demás eran cantinas); ya allí, el acaramelado pretendiente, pedía
para ella una Coca-Cola, un aguardiente para él y unas monedas para echarle al
piano. No sé hacía esperar un disco de Juan Arvizu en un bolero sentimental
lleno de poesía, enrojecía la cara de la dama y un suspiro entrecortado se
dejaba escuchar, manifestación inequívoca de que estaba enamorada hasta más no
poder.
Cargando el peso de los años
Hacia el costado sur
del parque, a cuadra y media se abrió una heladería. Allí se encontraban cada
domingo un grupo de amigos a departir y entre libaciones, notaba él, que
siempre en la casa del frente, se sentaba a la ventana una damita, que con
disimulo, observaba el grupo; impulsado tal vez, por el licor, se le acercó,
tomando la misma actitud de los enamorados. Sentía el mismo cansancio. La
escena se repitió hasta que un día no volvió. Sentía que hacía mal, que no debía
crear en el corazón de aquella criatura un sentimiento de amor, para después
dejarla tirada a la deriva, cuando lo que pretendía era experimentar lo que
sentían los galanes en aquellos devaneos a que los impulsaba el dios Cupido. El
ensayo jamás se repitió, dándose cuenta que el amor puede con todo.
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