LAS MONJITAS
He
estado siempre a tú lado. Recuerdo cuando me viste; estaba semidormido entre el
calor de mi madre, algo tocó el corazón y las palabras que dijiste: me lo
llevo. Me dolió mucho salir del lado de la que me dio el ser, pero pronto me
enamoré de ti; vi que te entregabas a quererme sin restricciones. El rostro es
el espejo del alma. En tu cama cuando estaba pequeño, nos divertíamos jugando
con las almohadas. Recuerdo cuando la madre nos regañaba, porque volvíamos una porquería aquel escondite de travesuras,
descanso y dormilonas. No hacías caso. Gozabas igual que yo. Sabías que éramos
dos seres creados por un mismo Ser Omnipotente, con la diferencia de que mi
amor es perpetuo, que no distingo entre las buenas y las malas, sí estoy en un
palacio o, el más humilde hogar construido con sobras de los que otros botan;
no me importa sí la comida es enlatada con etiqueta rimbombante o lo que sobre
de la boca de quien me brinda albergue. No conozco el odio, aunque se me halla
golpeado por un momento de desesperación, sí me llaman iré meneando la cola,
muestra inequívoca de que no guardo rencor y estoy feliz de que se recapacitó
de la equivocación. Nadie está libre de errores. ¿Sabes? Me entristece ver cómo
arrojan a la calle a los perros que están viejos, después que entregaron su
vida a cuidarlos.
La ingratitud es imperdonable.
Esa manifestación del hombre no la comprendo. En nosotros existen diferentes razas y en ninguna le damos cabida, porque sabemos el dolor tan inhumano que depara a quien la sufre. No nos gusta la crueldad, por eso amamos a los niños; los vemos como ángeles enfrentados al salvajismo de un mundo agreste y solitario, en que sólo importa el yo, es cuando nuestra nobleza se acrecienta, para llenarle los espacios vacíos de una casa en soledad, los rodeamos de ternura con retozos y ladridos; nuestra mejor recompensa, es borrar del rostro la tristeza y verlos sonreír.
La ingratitud es imperdonable.
Esa manifestación del hombre no la comprendo. En nosotros existen diferentes razas y en ninguna le damos cabida, porque sabemos el dolor tan inhumano que depara a quien la sufre. No nos gusta la crueldad, por eso amamos a los niños; los vemos como ángeles enfrentados al salvajismo de un mundo agreste y solitario, en que sólo importa el yo, es cuando nuestra nobleza se acrecienta, para llenarle los espacios vacíos de una casa en soledad, los rodeamos de ternura con retozos y ladridos; nuestra mejor recompensa, es borrar del rostro la tristeza y verlos sonreír.
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