PAISA A LA FUERZA
Aquello era quietud, soledad con revuelo de palomas,
interrumpido por la sonoridad de las campanas. Una plaza inmensa rodeada de
frondosos árboles de mangos, un algarrobo y una buena cantidad de mostradores
de cantinas en el lado nororiental. Por el inmenso atrio se veía a mujeres
embozadas en mantones negros rodeados de flecos, que bailaban al caminar de la
garbosa dama; el silencio se llenaba de repiques de tacones, reclinatorios, de
agua brotada de dentro de los patos de la fontana, del sacudir por los
fogoneros irreverentes los árboles para que el fruto callera de bruces al
pavimento, se percibía el eco de algún tango trasnochado o un bolero
sentimental desde el kiosco y de
camándulas inspiradoras de piedad. La estampa se repetía días, meses y años.
Copacabana estaba construida en crisoles de historia. Aún se escuchan el paso
de las cabalgaduras enjaezadas de escudos, señorío y estirpe.
Quizás de allende de las fronteras o seguro, de genes
de aborígenes Niquios, o casi sin equivocación, de la mezcla de aquellos y el
negro, un zambo; deambulaba por las calles de Copacabana, rectilíneo espécimen,
dedicado desde temprana edad a los ajetreos de la albañilería, ejercida en
compañía del dios Baco. Cabello ensortijado, ojos saltones de malicia, piernas
extremadamente largas y pies callosos libres de atavíos de cuero, maltratadores
como una penitencia. Fue Trote, todo un personaje que no sólo fue distinguido
en el menester de embaldosar, sino, que, en la tienda que fue primero de Juan
Sánchez y después de Juan Fonnegra a la entrada del Cabuyal; en un rincón
esperaba a los clientes huérfanos de amor o, a los expertos en los requiebros
pasionales, para escribirles estelas colmadas de versos, para la Dulcineas de
turno. Mijo: si quiere que siga, cómpreme uno doble.