ATARDECER
Lo que se llamaba la carretera vieja,
era la única vía que unía al poblado con la capital, se pasaba por Machado,
Bermejal y se transitaba por el sector de bombillos de colores, en que las
damas que iban en el carro de escalera a compras de materiales de modistería agachaban
la cabeza para que la mirada no se extraviara en detallar mujeres de baticas
cortas, escotes hasta el ombligo, claro, sin omitir una miradita de soslayo,
con toda la preocupación de no ser detectada por el fogonero de turno, tan
chismoso cómo solterona en una aquelarre de las seguidoras de San Antonio,
quedaba atrás Las Camelias.
Esa ruta congestionada por toda clase
de vehículos, pasaba por enfrente a la casa. Cualquier día se escuchó el sonido
de voces de varones, madre e hijo salieron a curiosear, eran hombres de un
pelotón del ejército trotando; para tormento pararon ante nosotros, al quitarse
las botas, hilos de sangre mostraban el rechazo a los borceguíes; aquellos pies
sangrantes estaban hechos para caminar libres por los surcos, para sentir la
naturaleza. Agua les calmó la sed y una bendición les dijo adiós, contestaron
con el fúsil enhiesta y la lágrima resbaló escondida. Campesinos ingenuos
siendo enseñados a matar, sin saber porque. Odio el reclutamiento de flores
silvestres, que después del alistamiento en las filas del aborrecimiento, jamás
vuelven a ser los mismos, regresan llenos de perversión, deshonran los capullos
frescos de rocío, incitan a los congéneres a unirse a los somníferos, a los
desórdenes, al robo. Los gobiernos y la oligarquía apagaron los tiples,
destruyen la unidad familiar, ponen fin a la emulación de los ancestros y la
compasión explota en pedazos, los muertos endurecen el alma. No volverán arrear
la mula.
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