Se recorría la
serenidad emanada de la vieja Copacabana con los pantalones cortos, aferrados a
las cargaderas de cuero, adherida a uno de los ojales una cadenita con una
pequeña navaja traída en diciembre por el Niño Jesús, pedida incansablemente
durante meses; aunque la madre era poco visitadora, una tarde nos arreglamos
para ir donde las Cadavid. Conversaron, se rieron y se hicieron buenas amigas.
Le encantó que a un lado de la puerta principal existía otra por la que hacían
el acceso arriadas por muchachos, vacas blancas orijinegra con ubres repletas
de líquido perlático, seguidas por las crías mamonas y aquel olor a boñiga era
señal inequívoca que más adentro era un establo. Los mugidos lo confirmaron.
Muchas mañanas después de aquel encuentro, se prestaban para oír los tres
golpes en la puerta, el saludo de buenos días y el sonido de vasijas en que
llegaba calientita la postrera que bogaba con gratitud, en aquella casona que
estaba en frente del kiosco y miraba la torre del reloj se movía como hormiga:
Alejandrina Cadavid (Jando). Con ella, estaban otras hermanas solteras y la
hermosa matrona de la anciana madre. Aquella sala en que fuimos recibidos era
inmensa, pero en diciembre, se quedaba estrecha para dar albergue al pesebre.
La añoranza se remonta cuando llegaba el mes
de las mañanas frías, al instante en que detrás de la montaña aparecía un sol
calientico, que le daba abrazos a los habitantes, en que todos parecían amarse;
en que las sonrisas iluminaban los rostros, semejando que no existía el dolor,
el cielo se teñía de azul y el alma no cabía en el pecho ¡Estábamos en
diciembre! Las familias salían a las colinas a buscar musgo, chamizas y cuanto
producto sirviera para hacer el pesebre. Jando, con sobrinos hacía los mismo.
Llegaba el 16 y toda la chiquillería, adultos, parejitas de novios se asomaban
por aquella ventana inmensa a curiosear el pesebre más bonito de toda la
población ¡Era distinto! Estaba hecho por manos e imaginación creativas. Las
figuras eran la imitación de personajes típicos del pueblo, construidas en
cartón, tela o barro, bellamente diseñado y equitativamente construido. En un
punto del pesebre, en la plaza, estaba acomodada la vendedora de natilla
hojaldras y buñuelos, que Alejandrina renovaba diariamente todo colocado en una
mesa con impecable mantel blanco; esa estampa abrió el apetito y con la
sagacidad y abuso de confianza, todos los días al atardecer consumía escondido
debajo de la mesa. Muerto el viejo se bota el bordón.
Alberto.