Por algunos instantes como viejo
añorador se ve marchando, por la topografía de aquel recodo de historia, cariño
y apacibilidad, porque eso era Copacabana. Encasquetado en la añoranza, empieza
el viaje: Aquel paraje en que está posado el hogar, era rodeado de mangas en
que pastaban equinos, bovinos, muletos, asnos y aún por las vegas del río, se
veían correr a brincos conejos silvestres. Cuando la intrepidez de la edad, no
tiene vallados que no puedan ser esquivados, se adentraba por entre
cañaverales, cañadulzales, matojos de hierbas rastreras y el barrizal dejado
por las aguas del caudaloso torrente, armado de la cauchera asesina. Al
atravesar la espesura llegó espantar la blancura de cigüeñas, que se extasiaban
viendo cruzar las corrientes oscuras.
No sin antes dejar brotar una furtiva
gota salada por la mejilla, continúa el imaginario viaje. Detrás de la morada
en que los viejos hacían “el perro”, corría zigzagueando el caudal limpio de
una pequeña quebrada, que las sardinas, sabaletas y aquel sabroso corroncho
recorrían largos trayectos adheridos a la rivera sobre piedras blanquecinas. Se
pescaba con costal en días soleados y el producto caía a la paila en casa de
doña Alicia.
Alberto.
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