BARRIO VILLA NUEVA COPACABANA
No se puede acusar al
esplendor de los años y menos al recuerdo, por el disfrute de irsen cada que
les dé la gana de paseo de ‘olla’ por el pasado. Es como esos viajes no
planeados que siempre son los mejores. Cualquier día emprenden el éxodo y
llegan hasta la imponente iglesia de Copacabana. Las bancas atiborradas de
niños, todos vestidos con limpieza y recatos; se escuchan murmullos, se aspira
olores gratos perturbados por alguna pestilencia escapada de algún fundillo de
niño que disfruta de las flatulencias; se escucha la voz de señoritas encargadas
de diciplinar a los párvulos, el sonido de una campanilla y la entrada en
acción el cura coadjutor y empieza el catecismo. Preguntas, respuestas a
grandes gritos. Entrega de unos papelitos blancos como el alma, con una cruz en
alto relieve, prueba innegable de la asistencia.
En algún domingo o día
de fiesta atravesado, llegaba por encanto aquellos benditos bazares. Debajo de
la inmensa torre de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción se movían las
señoronas del pueblo, sí, esas, que andaban de pipí cogido con los curas. El
lugar iba cogiendo hermoso colorido. En el centro tamaña mesa de comedor
cubierta de blanquísimo mantel con bellos bordados, que parecía los
pensamientos de San Luis Gonzaga; de las cuatro columnas que sostiene la
majestad del campanario y las cuatro caras del reloj, colgados llamativamente
toda clase de cachivaches a donde iban a caer los ojitos posesivos de los
niños. Una de las damas aristocráticas llamaba para que depositaran unas
monedas para tener derecho de introducir la mano dentro de una bolsa roja
afelpada, en que unos papelitos enrollados tenían escrito el nombre de lo
ganado: Carritos de madera (aún no había plástico), muñecas de trapo, tacitas,
cucharitas, confites, pelotas de caucho con el abecedarios o números, loterías,
estampitas de santos o bustos de yeso. Éramos los mejores niños que había
tenido padre alguno la semana antes del bazar, todo a la espera de que fuéramos
recompensados con algunas monedas que quedaban en el carriel del cura Sanín.
Alberto
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