ATARDECER EN SANTA ELENA.
La quietud de
Copacabana era movida por esa brisa que se apegó a la comarca, nunca se venía
sola, traía desde lejos rumores de otros espacios y de los campos trasfería
olores de jazmines, azucenas, claveles y siemprevivas; los aromas se entrelazaban
con hiervas fragantes que brotaban a la vera de los caminos de herradura. Las
dos casas siempre se estaban mirando y el niño hacía lo mismo desde inmensa
ventana de aquel histórico caserón. Las niñas del frente eran tantas, como una
pequeña escuelita de niñas; mientras la mirada anhelante del pequeño se detenía
en una de ellas, todas entonaban canciones del pentagrama infantil de la época
o en la acera derrochaban la vitalidad en los juegos de Chupaté, golosa,
Brincar al Lazo, Catapiz y más fuerte hacer acrobacias en patines. Pero a él lo
trastornaba cuando salían a lote vecino que estaba lleno de hierba, puntos con
maleza en que hacían cuevas que decían era la casa, no se puede olvidar el
árbol quebradizo de ciruelas…
Cuando ese inteste
aparecía en su vida, el corazoncito le daba golpes acelerados de felicidad. En
ese bello instante aparecía él, para hacer parte del círculo social de los
infantes; se convertía en el “padre” responsable que traía yerba, hojitas,
ciruelas caídas para ‘alimentar’ a los hijos. Recostada al tronco estaba la
chiquilla que ejercía de “madre” con las miniaturas del fogón, platos, tazas,
junto a la muñeca de trapo que con amor arrullaba. Venía lo bueno. La hora de
acostarse en la cueva casa cubierta de hojarascas. Él en verdad, amaba
entrañablemente a aquella infanta, le pasaba la mano con suavidad y tímidamente
le depositaba un beso en la lozana epidermis de la frente. Un día partieron con
todos los corotos hacía la capital, ella, le dijo adiós con la mano, él sintió
un vacío. Muchos años después supo por un familiar que ya no se llamaba igual y
que no sabía dónde quedaba Copacabana.
Alberto
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