MÚSICA COLOMBIANA

ASÍ ESTAREMOS HOY.

jueves, 4 de febrero de 2021

DETRÁS DE LAS NEBULOSAS



CANDELABRO.

Cuando el silencio y la tranquilidad estaban establecidas en el apacible villorrio de la Tricentenaria Fundadora de Pueblos, por aquellas calendas en que el pantalón corto asido por las cargaderas de cuero, se ajustaba al enclenque cuerpo y ese innato deseo de averiguar, conocer, preguntar de los niños, era aprovechado para recorrer el anchuroso parque (no había aparecido el peligro), por los cuatro costados; habiéndole quitado a la brumosa distancia, en el tiempo y sacudiendo el costal del recuerdo, se van formando la viñetas que el ayer esculpió en el cerebro para siempre. Ya de aquellos amiguitos, profesores y personajes de ese tiempo pasado, caminan por la inmensidad del cielo. No pueden ser testigos. La llegada a la escuela de “don Jesús” estaba lejos. La hermosa madre le puso desayuno “parviao” y con la marca del chocolate en el labio superior se escabulló por la puerta y tras de brincar como liebre los tres adobes que servían de escala, inició la expedición por el territorio que lo acogía y lo iría robusteciendo en el carácter para enfrentar las vicisitudes, que con el girar de las manecillas del reloj, irían apareciendo sucesivamente. Se acaecieron tantas, que el temple fue de espada toledana. Miró atrás, se dio cuenta qué nadie lo seguía.

Se fue caminando pegado a las paredes de cal y canto de los caserones históricos, en que veía las ventanas arrodilladas, con rejas de hierro forjado o las de madera con gruesos barrotes torneados, que servían también para separar a los enamorados. Estaba pasando por el frente de “la flor y nata” de pueblo. Era la jai. En lo que es hoy el Palacio Municipal, estaba la cantina Pielroja con su traganíquel esperando las monedas de un centavo, de dos o de cinco, para escuchar discos de Juan Arvizu, Margarita Cueto, Néstor Chaires o lo no menos famosos del Dueto De Antaño. En el lado nororiental estaban las cantinas en que los campesinos se reunían los domingos a libar licor. Arriba el inmenso atrio de la iglesia en que las viejecitas de grandes pañolones negros incursionaban al templo a escuchar la Hora Santa. Junto a la fontana (la pila) repleta de agua, el monumento a Bolívar y el de la Madre, los árboles de carbonero (Calliandra Pietteri) dando sombra y otro árbol de cuyos brazos se desprendían unos frutos que al destriparlos echaban un pequeño chorro de agua, al que le daban el nombre de “mionas” y bajando uno metros, estaba el acogedor kiosco en que, en las tardes señorones, algún coadjutor, un maestro sin circunspecciones se reunían a jugar ajedrez, mientras en las cercanías en mesas y taburetes de hierro, parejitas de enamorados. Al frente de éste, un edificio antiguo de dos plantas en que un día fuera las oficinas del gobierno. Echó escalas abajo sonriente, mientras iba esculpiendo en la mente, la vida apacible de uno de los más antiguos pueblo de Antioquia, Copacabana. Sudaba. Sigilosamente entró, vio a la madre recostada descansando y él, se desplomó a sus pies. 

Alberto.





 

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