Cuando el silencio y la
tranquilidad estaban establecidas en el apacible villorrio de la Tricentenaria
Fundadora de Pueblos, por aquellas calendas en que el pantalón corto asido por
las cargaderas de cuero, se ajustaba al enclenque cuerpo y ese innato deseo de
averiguar, conocer, preguntar de los niños, era aprovechado para recorrer el
anchuroso parque (no había aparecido el peligro), por los cuatro costados; habiéndole
quitado a la brumosa distancia, en el tiempo y sacudiendo el costal del
recuerdo, se van formando la viñetas que el ayer esculpió en el cerebro para
siempre. Ya de aquellos amiguitos, profesores y personajes de ese tiempo
pasado, caminan por la inmensidad del cielo. No pueden ser testigos. La llegada
a la escuela de “don Jesús” estaba lejos. La hermosa madre le puso desayuno
“parviao” y con la marca del chocolate en el labio superior se escabulló por la
puerta y tras de brincar como liebre los tres adobes que servían de escala,
inició la expedición por el territorio que lo acogía y lo iría robusteciendo en
el carácter para enfrentar las vicisitudes, que con el girar de las manecillas
del reloj, irían apareciendo sucesivamente. Se acaecieron tantas, que el temple
fue de espada toledana. Miró atrás, se dio cuenta qué nadie lo seguía.
Se fue caminando pegado
a las paredes de cal y canto de los caserones históricos, en que veía las
ventanas arrodilladas, con rejas de hierro forjado o las de madera con gruesos
barrotes torneados, que servían también para separar a los enamorados. Estaba
pasando por el frente de “la flor y nata” de pueblo. Era la jai. En lo que es
hoy el Palacio Municipal, estaba la cantina Pielroja con su traganíquel
esperando las monedas de un centavo, de dos o de cinco, para escuchar discos de
Juan Arvizu, Margarita Cueto, Néstor Chaires o lo no menos famosos del Dueto De
Antaño. En el lado nororiental estaban las cantinas en que los campesinos se
reunían los domingos a libar licor. Arriba el inmenso atrio de la iglesia en
que las viejecitas de grandes pañolones negros incursionaban al templo a
escuchar la Hora Santa. Junto a la fontana (la pila) repleta de agua, el
monumento a Bolívar y el de la Madre, los árboles de carbonero (Calliandra
Pietteri) dando sombra y otro árbol de cuyos brazos se desprendían unos frutos
que al destriparlos echaban un pequeño chorro de agua, al que le daban el
nombre de “mionas” y bajando uno metros, estaba el acogedor kiosco en que, en
las tardes señorones, algún coadjutor, un maestro sin circunspecciones se
reunían a jugar ajedrez, mientras en las cercanías en mesas y taburetes de
hierro, parejitas de enamorados. Al frente de éste, un edificio antiguo de dos
plantas en que un día fuera las oficinas del gobierno. Echó escalas abajo
sonriente, mientras iba esculpiendo en la mente, la vida apacible de uno de los
más antiguos pueblo de Antioquia, Copacabana. Sudaba. Sigilosamente entró, vio
a la madre recostada descansando y él, se desplomó a sus pies.
Alberto.
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