LO QUE QUEDÓ EN EL ESCAPARATE
Era mejor hacerse a un lado para que el juego de canicas o
bolas de cristal, pudiera seguir entre aquellos niños, mientras él, observaba la
treinta y una que se apostaba con la pirinola. El repartidor del periódico el colombiano
traído desde el expendio de Moisés Pineda, lo había dejado en las cantinas de
Rubio, Tito y el Brujo, para que la clientela se enterara de los últimos
acontecimientos del país, los más conspicuos y serios, mientras otros, los
resultados del fútbol, pero la gran mayoría detrás de los muñequitos de
Mandrake, El Fantasma, Tarzán, Educando a Papá, Benitín y Eneas y otros más,
que rompían la monotonía. Se vivía alejado de todo a pesar de la cercanía a la
capital; el teléfono era monopolio de la alcaldía, Telegrafía, tienda de Moisés
y aquella bendita cabina telefónica puesta diagonal al kiosco en el lado
suroccidental de la plaza que vivía atiborrada de seres interesados en oír una
voz familiar al otro lado; no faltaba un impertinente, molesto o fastidioso,
que quería mangonear el importante lugar, haciendo que la fila se fuera
prolongando. Cuando el almuerzo de suculenta gallina “Tabaca”, empezaba a hacer
digestión, por el parque se movilizaban uno que otro asistente cuotidiano de
aquel hermoso redondel del antiguo Kiosco, con ese techo rojizo, sin un muro
que lo hiciera ver como discriminador, por el contrario, era un lugar romántico
y acogedor, castigado por una brisa tierna llegada desde la montaña para
arropar a los contertulios.
Desde ahí cerquita, a la entrada del Chispero, aparecía don Antonio Castro con aquellas gafas de grueso lente trayendo el ajedrez echo por sus propias manos, tallado en fina madera; limpiándose los ojos, semi dormido, descendía desde la casa cural el coadjutor de turno padre Jaramillo y otros afiebrados por el juego ciencia, grandes partidas de horas enteras, hacían de ese refugio amoroso un lugar buscado para solaz, esparcimiento y entretención de un conglomerado adormilado sobre un lago verde de ilusiones. Al frente en el antiguo palacio Consistorial, la telegrafía entregaba cartas de seres queridos que salieron a buscar “mejores oportunidades” o aquel telegrama lacónico: “Llegamos bien.” Se iba escuchando el repique del clave morse en aquel amplio salón de paredes de tapia pintadas de cal y atiborradas de alambres por todas partes; en esas mismas paredes, pero en el exterior, se veía cine de lo lindo presentado por industrias de drogas que a la vez que entregaban esparcimiento y distracción, hacían publicidad. Aquello era esporádicamente. Cuando el cielo se ponía negro y las flores del guayacán no se veían el proyector pegaba contra la pared telón, la película del Arquero Verde, Tarzán el hombre mono o El Enmascarado de Plata; gritos de los niños, aplausos de los mayores, mientras la alegría se desbordaba la sirena del Fargo 7 bancas anunciaba la llegada del último viaje…
Alberto
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