MÚSICA COLOMBIANA

ASÍ ESTAREMOS HOY.

jueves, 28 de julio de 2022

COTIDIANIDAD



 

Ese nidito amado que sirvió para calentar las ilusiones del niño de cargaderas, al imberbe soñador de cuerpos voluptuosos, al joven incrédulo del contexto de la vida, de los devaneos del amor y desconfiado de la palabra lealtad, se quedó adorando para siempre ese terruño adormecido en los brazos de la brisa, en las caricias de la hidalguía y en la musicalidad de sus campanas. Era aquella época en el que el cruzar de las palomas en su vuelo, removían la tranquilidad del parque en que vacas, caballos y hermosas gallinas atisbadas por el gallo, pastaban en las mangas al frente de la telegrafía y al deleite de la mirada de los niños, que querían desfogarse al querer atraparlos; de pronto esa quietud acompañada de soledad, se interrumpía cuando unos cascos de caballo repicaban al cruzar camino al Cabuyal, lugar de origen de las elegantes damas montadas en sillas especiales echas para las amazonas doña Florentina Montoya y hermana; se perdían por el camino, pero aún perduran en mi recuerdo. En manos de chiquillos de escasos recursos eran trasladados los reclinatorios de las encopetadas señoronas, con mantillas negras de satín que cumplían el llamado de las campanas que Marquitos el sacristán, jalando los rejos, hacía desperdigar por todos los contornos del pequeño vecindario. Muy cerca del palo de mango en frente del café de la Pisca, estacionaba Juan Bobo con aquel carro antiguo convertible de capota de lona, hasta allí, llegaba el señor de “cachaco”, la esposa de vestido elegante con sombrero de pluma, redecilla o malla cubriendo los ojos, pasador plateado reteniendo el escote, guantes de cabritilla, zapatos medio tacón y los dos niños de pantalón corto con botas de charol, iban para Medellín a la fotografía Rodríguez, con el objeto de una foto del grupo familiar.

 

El trasporte de Sitio eran aquellos pintados de hermosos símbolos, emblemas, jeroglíficos, paisajes campesinos, imágenes del santoral o algunos de humor cruel; eran los Gaviria, los Toro, los Mesa y Arango los dueños de los históricos carros de escalera que rodaron por la polvorienta carretera vieja, aquella que pasaba por la zona de tolerancia de las Camelias, en que los mozuelos echaban habidas miradas a las damiselas de escotes profundos y baticas cortas, mientras las señoras se santiguaban mirando para otro lado; aquellas hermosas obras de arte, empezaron a tener problema en gran parte de la población. Mucho antes, los carros eran manejados por sus dueños, señores respetuosos, pero, todo cambió cuando los antiguos fogoneros tomaron la manija. Arrancaban antes que el pasajero (sobre todo los ancianos), pusiera los pies sobre la tierra, corrían como alma que lleva el diablo, las señoras llegaban con el corazón en la mano y despeinadas como sí hubieran visto al enemigo malo. El malestar iba creciendo…un día, la heladería La Mejor estaba llena personas que estaban en contra de la continuidad de aquel trasporte histórico de colorines; enviados de una empresa de buses modernos, quienes pagaban todo lo que se quisieran tomar hasta el de los pegajosos; ahí, murieron los 7 los 8 y nueve bancas, las sirenas en el capacete, el timbre de bicicleta jalado por una pita para anunciar la parada; se fueron despidiendo en penosa agonía, La Esmeralda y El Montecristo y como cuando el viejo se muere, se bota el bordón, llegaron los flamantes buses con dos pasajeros por puesto, terminando con la extensa banca en que todos compartían durante el viaje, principio de sociabilidad.


Alberto.     

 


 

viernes, 15 de julio de 2022

SON COSAS OLVIDADAS



 

Eran como gemelos el río y el tren; recorrían largas distancias uno muy cerca del otro, pasaban por poblaciones, sembrados de caña dulce y huertas campesinas; el uno cuando quería hacerse sentir agitaba sus aguas dejando escuchar el rumor de su caudal, el otro, era un monstruo negro que iba dejando escapar humo, mientras se escuchaba en los polines el traquetear al paso arrollador. De este último, es que Copacabana de antaño tiene los recuerdos más gratos y alguno por ahí enredado que marcó con lágrimas su estrepitoso paso. La estación estaba en la margen izquierda del río Aburrá, era una bella construcción que incitaba al descanso por aquella frescura que brindaban robustos árboles de mango, la cercanía al afluente lo mismo que a la montaña. En el frente, grandes y cómodas bancas para que todo el que iba a viajar, posara sus glúteos mientras compraba los tiquetes o a la espera de la llegada del mixto para subir ya fuera al vagón de primera que eran de color rojo o a los populares pintados de verde. Atrás, aquellos predispuestos para el transporte de equinos, bovinos y porcinos que iban directamente a la feria de ganado de la capital, también se acomodaban productos de pan coger y mercancías, de ahí el nombre del mixto. Cuando desde la lejanía se escuchaba el pito, se movilizaban al margen de los rieles, chiquillos y algunos mayores para ofrecer comestibles a los viajantes ya fuera los que venían desde Puerto Berrio o los de Medellín que viajaban a lugares antes de llegar al puerto.

 

Existía mucha actividad en aquella acogedora estación, sin faltar las lágrimas de recibimiento o despedida. Cuando el cha cha empezaba lo mismo que el escape de vapor, por las ventanillas rostros extraños aparecían y en sus manos blandía trémulos los pañuelos en signo de amistad y gratitud. El cadenero o frenero, tenía junto a la carretera que conduce a Girardota, un pequeño cuarto en que pernoctaba y manejaba gruesas cadenas para detener el tráfico cuando la locomotora estaba próxima. Desde la cancha de fútbol de la Pedrera, en que los caballos, yeguas, potrancas y muletos de Encarnación Mora pastaban, se escuchaba la gritería cuando el balón alcanzaba gran altura lanzado por Gustavo Puerta, era el tiempo en qué, el que más duro le diera para arriba, era el ídolo. Un día la inercia, pasividad y la paz de la antañona se llenó de estupor. Aprendimos a colarnos en el tren para ir a ver cine en Bello ya fuera al teatro Rosalía o al Bello, porque en el Gloria duraba mucho una misma cinta, de regreso el tren mermaba la marcha, ahí, nos tirábamos, llegábamos felices. Un muchacho bueno del Tablazo (Samuel Quintero), quiso hacer la misma travesura…cuando la locomotora mermaba la velocidad, él, se lanzó en forma contraria, rebotó y cayó debajo de los vagones perdiendo la vida; ese compañerito de escuela que lloraba cuando el maestro esgrimía la regla castradora de inteligencias al no saber la tarea, dibujó en el rostro lágrimas amargas en los educandos de la escuela de don Jesús, la de las inmensas paredes, grandes ventanales, acogedores corredores, su fresca fontana y la piscina de aguas limpias.


Alberto.

 


 

miércoles, 6 de julio de 2022

ESTAMPAS ESCULPIDAS


En el órgano de la iglesia, siempre se sentó alguien que tenía devoción por lo que hacía. Existía una barra de amigos que tenían la costumbre de encontrarse en el viejo kiosco, aquel del que tanto se hablado, o sea, el de techo rojizo, sillas, taburetes de metal que pesaban más qué un pecado mortal. Tintico, kolcana, vinol o cualquier otro refresco, llenaba las mesas, mientras chistes de doble sentido hacía brotar carcajadas, que eran escuchadas desde el balcón de la casa cural por el padre Sanín. Uno de aquellos muchachos preguntó: ¿sí ya sabían que existía un nuevo organista? Todos para el rosario de las seis. Música suave, siguió una sacra y terminó un pasillo fiestero; salieron satisfechos y pronto estaba el nuevo músico sentado en la caseta como otro contertulio del grupo, que por temporadas querían arreglar el mundo y sus alrededores. Se presentó como Francisco Zapata, de talla pequeña, buen conversador y agraciado el condenado. Todo marchaba lo más de bien, la gente contenta con el ambiente musical en las misas, las hijas de María, las madres católicas, todo el conglomerado feliz, hasta el párroco al alzar el copón, se le veía en el ceño lo amañado que estaba con aquella hermosa manera de tocar del mucharejo. Siempre el doctor Correa fue el médico del villorrio, pero un día de esos, hizo su aparición el doctor Augusto Hernández con su familia, esposa y dos hermosas niñas entrando en la pubertad; tomaron una casona de esas de las hidalgas del marco de la plaza. Como buenos católicos iban los domingos a la misa de nueve, que era como la destinada para las personas de algún postín; ahí empezó la guachafita de los amoríos no consentidos.

 

Por las ventanas de la inmensa torre se podía ver los movimientos aparatosos que hacía Chucho Arango, para alinear correctamente en la puntualidad los relojes, aquella peligrosa tarea, fue exclusividad de ese hombre que no supo de vértigos y miedos. El excelso clérigo padre Duque, hacía mucho había dejado de caminar de extremo a extremo del atrio leyendo el breviario, echando por encima de las antiparras una mirada a su feligresía, para internarse en el hotel de Juan Bobo en la salida para el Cabuyal, jamás usó la casa cural para dormir. Mientras tanto Pachito Zapata se iba enamorando cada día de una de las hijas del doctor Augusto; aquel romance fue tomando vuelo. El único lugar para citarse con una dulcinea era el amoroso kiosco, allí muy cerca del piano de 50 melodías, se sentaban a mirarse tiernamente mientras el disco de acetato giraba con la voz Alfredo Sadel; en los asuntos de amores no puede faltar el dolor. Llegó el negro día que los padres de la niña, prohibieron la relación. Citas a escondidas, llantos al interior del hogar de la enamorada, borracheras del músico sacro con desvíos de cumbias y bambucos. Del muchacho conversador poco quedaba, se le veía solo sentado en el Club de Rubio absorto, abstraído y ensimismado con Margarita Cueto; pronto el padre Sanín que no era perita en dulce lo llamó a cuentas por la actitud etílica constante. No se supo de que hablaron. Un día así tempranito cuando apenas despuntaba el sol en un automóvil salieron del pueblo Pachito y su progenitor, solo se volvió a escuchar de él, cuando por todas las emisoras sonaban como éxito musical el órgano de Francisco Zapata. Me podrán decir chismoso, pero lo que soy, es comunicativo…   


Alberto.