Ese nidito amado que sirvió para calentar las ilusiones del
niño de cargaderas, al imberbe soñador de cuerpos voluptuosos, al joven
incrédulo del contexto de la vida, de los devaneos del amor y desconfiado de la
palabra lealtad, se quedó adorando para siempre ese terruño adormecido en los
brazos de la brisa, en las caricias de la hidalguía y en la musicalidad de sus
campanas. Era aquella época en el que el cruzar de las palomas en su vuelo,
removían la tranquilidad del parque en que vacas, caballos y hermosas gallinas
atisbadas por el gallo, pastaban en las mangas al frente de la telegrafía y al
deleite de la mirada de los niños, que querían desfogarse al querer atraparlos;
de pronto esa quietud acompañada de soledad, se interrumpía cuando unos cascos
de caballo repicaban al cruzar camino al Cabuyal, lugar de origen de las
elegantes damas montadas en sillas especiales echas para las amazonas doña
Florentina Montoya y hermana; se perdían por el camino, pero aún perduran en mi
recuerdo. En manos de chiquillos de escasos recursos eran trasladados los
reclinatorios de las encopetadas señoronas, con mantillas negras de satín que
cumplían el llamado de las campanas que Marquitos el sacristán, jalando los
rejos, hacía desperdigar por todos los contornos del pequeño vecindario. Muy
cerca del palo de mango en frente del café de la Pisca, estacionaba Juan Bobo
con aquel carro antiguo convertible de capota de lona, hasta allí, llegaba el
señor de “cachaco”, la esposa de vestido elegante con sombrero de pluma,
redecilla o malla cubriendo los ojos, pasador plateado reteniendo el escote,
guantes de cabritilla, zapatos medio tacón y los dos niños de pantalón corto con
botas de charol, iban para Medellín a la fotografía Rodríguez, con el objeto de
una foto del grupo familiar.
El trasporte de Sitio eran aquellos pintados de hermosos símbolos, emblemas, jeroglíficos, paisajes campesinos, imágenes del santoral o algunos de humor cruel; eran los Gaviria, los Toro, los Mesa y Arango los dueños de los históricos carros de escalera que rodaron por la polvorienta carretera vieja, aquella que pasaba por la zona de tolerancia de las Camelias, en que los mozuelos echaban habidas miradas a las damiselas de escotes profundos y baticas cortas, mientras las señoras se santiguaban mirando para otro lado; aquellas hermosas obras de arte, empezaron a tener problema en gran parte de la población. Mucho antes, los carros eran manejados por sus dueños, señores respetuosos, pero, todo cambió cuando los antiguos fogoneros tomaron la manija. Arrancaban antes que el pasajero (sobre todo los ancianos), pusiera los pies sobre la tierra, corrían como alma que lleva el diablo, las señoras llegaban con el corazón en la mano y despeinadas como sí hubieran visto al enemigo malo. El malestar iba creciendo…un día, la heladería La Mejor estaba llena personas que estaban en contra de la continuidad de aquel trasporte histórico de colorines; enviados de una empresa de buses modernos, quienes pagaban todo lo que se quisieran tomar hasta el de los pegajosos; ahí, murieron los 7 los 8 y nueve bancas, las sirenas en el capacete, el timbre de bicicleta jalado por una pita para anunciar la parada; se fueron despidiendo en penosa agonía, La Esmeralda y El Montecristo y como cuando el viejo se muere, se bota el bordón, llegaron los flamantes buses con dos pasajeros por puesto, terminando con la extensa banca en que todos compartían durante el viaje, principio de sociabilidad.
Alberto.