Eran como gemelos el río y el tren; recorrían largas
distancias uno muy cerca del otro, pasaban por poblaciones, sembrados de caña
dulce y huertas campesinas; el uno cuando quería hacerse sentir agitaba sus
aguas dejando escuchar el rumor de su caudal, el otro, era un monstruo negro
que iba dejando escapar humo, mientras se escuchaba en los polines el
traquetear al paso arrollador. De este último, es que Copacabana de antaño
tiene los recuerdos más gratos y alguno por ahí enredado que marcó con lágrimas
su estrepitoso paso. La estación estaba en la margen izquierda del río Aburrá,
era una bella construcción que incitaba al descanso por aquella frescura que
brindaban robustos árboles de mango, la cercanía al afluente lo mismo que a la
montaña. En el frente, grandes y cómodas bancas para que todo el que iba a
viajar, posara sus glúteos mientras compraba los tiquetes o a la espera de la
llegada del mixto para subir ya fuera al vagón de primera que eran de color
rojo o a los populares pintados de verde. Atrás, aquellos predispuestos para el
transporte de equinos, bovinos y porcinos que iban directamente a la feria de
ganado de la capital, también se acomodaban productos de pan coger y mercancías,
de ahí el nombre del mixto. Cuando desde la lejanía se escuchaba el pito, se
movilizaban al margen de los rieles, chiquillos y algunos mayores para ofrecer
comestibles a los viajantes ya fuera los que venían desde Puerto Berrio o los
de Medellín que viajaban a lugares antes de llegar al puerto.
Existía mucha actividad en aquella acogedora estación, sin
faltar las lágrimas de recibimiento o despedida. Cuando el cha cha empezaba lo
mismo que el escape de vapor, por las ventanillas rostros extraños aparecían y
en sus manos blandía trémulos los pañuelos en signo de amistad y gratitud. El
cadenero o frenero, tenía junto a la carretera que conduce a Girardota, un
pequeño cuarto en que pernoctaba y manejaba gruesas cadenas para detener el
tráfico cuando la locomotora estaba próxima. Desde la cancha de fútbol de la
Pedrera, en que los caballos, yeguas, potrancas y muletos de Encarnación Mora
pastaban, se escuchaba la gritería cuando el balón alcanzaba gran altura
lanzado por Gustavo Puerta, era el tiempo en qué, el que más duro le diera para
arriba, era el ídolo. Un día la inercia, pasividad y la paz de la antañona se llenó
de estupor. Aprendimos a colarnos en el tren para ir a ver cine en Bello ya
fuera al teatro Rosalía o al Bello, porque en el Gloria duraba mucho una misma
cinta, de regreso el tren mermaba la marcha, ahí, nos tirábamos, llegábamos
felices. Un muchacho bueno del Tablazo (Samuel Quintero), quiso hacer la misma
travesura…cuando la locomotora mermaba la velocidad, él, se lanzó en forma
contraria, rebotó y cayó debajo de los vagones perdiendo la vida; ese compañerito
de escuela que lloraba cuando el maestro esgrimía la regla castradora de
inteligencias al no saber la tarea, dibujó en el rostro lágrimas amargas en los
educandos de la escuela de don Jesús, la de las inmensas paredes, grandes
ventanales, acogedores corredores, su fresca fontana y la piscina de aguas
limpias.
Alberto.
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