En el órgano de la iglesia, siempre se sentó alguien que
tenía devoción por lo que hacía. Existía una barra de amigos que tenían la
costumbre de encontrarse en el viejo kiosco, aquel del que tanto se hablado, o
sea, el de techo rojizo, sillas, taburetes de metal que pesaban más qué un
pecado mortal. Tintico, kolcana, vinol o cualquier otro refresco, llenaba las
mesas, mientras chistes de doble sentido hacía brotar carcajadas, que eran
escuchadas desde el balcón de la casa cural por el padre Sanín. Uno de aquellos
muchachos preguntó: ¿sí ya sabían que existía un nuevo organista? Todos para el
rosario de las seis. Música suave, siguió una sacra y terminó un pasillo
fiestero; salieron satisfechos y pronto estaba el nuevo músico sentado en la
caseta como otro contertulio del grupo, que por temporadas querían arreglar el
mundo y sus alrededores. Se presentó como Francisco Zapata, de talla pequeña,
buen conversador y agraciado el condenado. Todo marchaba lo más de bien, la
gente contenta con el ambiente musical en las misas, las hijas de María, las
madres católicas, todo el conglomerado feliz, hasta el párroco al alzar el
copón, se le veía en el ceño lo amañado que estaba con aquella hermosa manera
de tocar del mucharejo. Siempre el doctor Correa fue el médico del villorrio,
pero un día de esos, hizo su aparición el doctor Augusto Hernández con su familia,
esposa y dos hermosas niñas entrando en la pubertad; tomaron una casona de esas
de las hidalgas del marco de la plaza. Como buenos católicos iban los domingos
a la misa de nueve, que era como la destinada para las personas de algún
postín; ahí empezó la guachafita de los amoríos no consentidos.
Por las ventanas de la inmensa torre se podía ver los movimientos aparatosos que hacía Chucho Arango, para alinear correctamente en la puntualidad los relojes, aquella peligrosa tarea, fue exclusividad de ese hombre que no supo de vértigos y miedos. El excelso clérigo padre Duque, hacía mucho había dejado de caminar de extremo a extremo del atrio leyendo el breviario, echando por encima de las antiparras una mirada a su feligresía, para internarse en el hotel de Juan Bobo en la salida para el Cabuyal, jamás usó la casa cural para dormir. Mientras tanto Pachito Zapata se iba enamorando cada día de una de las hijas del doctor Augusto; aquel romance fue tomando vuelo. El único lugar para citarse con una dulcinea era el amoroso kiosco, allí muy cerca del piano de 50 melodías, se sentaban a mirarse tiernamente mientras el disco de acetato giraba con la voz Alfredo Sadel; en los asuntos de amores no puede faltar el dolor. Llegó el negro día que los padres de la niña, prohibieron la relación. Citas a escondidas, llantos al interior del hogar de la enamorada, borracheras del músico sacro con desvíos de cumbias y bambucos. Del muchacho conversador poco quedaba, se le veía solo sentado en el Club de Rubio absorto, abstraído y ensimismado con Margarita Cueto; pronto el padre Sanín que no era perita en dulce lo llamó a cuentas por la actitud etílica constante. No se supo de que hablaron. Un día así tempranito cuando apenas despuntaba el sol en un automóvil salieron del pueblo Pachito y su progenitor, solo se volvió a escuchar de él, cuando por todas las emisoras sonaban como éxito musical el órgano de Francisco Zapata. Me podrán decir chismoso, pero lo que soy, es comunicativo…
Alberto.
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