Aquello era casi sagrado cuando daba principio un nuevo año.
Según era el día, si lluvioso o de verano, se iba sabiendo como irían a hacer
los meses del año; la palabra con que denominaban aquello era (era, porque con
los daños a la naturaleza, eso ya no existe), les decían cabañuelas. Los
campesinos sabían con exactitud los instantes de siembra y de cosecha, en los
hogares no se conocía aflicción, desconsuelo ni congojas a la hora de hacer el
mercado para apertrecharse de viandas, pues por la puntualidad del clima nada
faltaba en las tiendas y menos en el mercado dominical, en que la naturaleza
hacía gala de su magnanimidad. La inmensa plaza se veía colmada de todo lo que
Dios dio para calmar la voracidad de los hombres; se entrecruzaban las
elegantes damas acompañadas de sus consortes con las matronas de mantillas y
los nietos, hasta florecientes damitas con vestidos alegres y hermosas sonrisas
salían a hacer algún mandado. Aquella pasividad de Santo Domingo de la
Tasajera, nombre que también le pertrecharon y habilitaron en los más tiernos
años a Copacabana; los días de la semana, corrían como las aguas mansas de una
quebrada de arroyos puros; antecitos de las doce, se veían pasar niños
descalzos llevando portacomidas para los trabajadores de Imusa, corriendo antes
que sonara la sirena. Desde la cantina de Tito, se dejaba escuchar un tango
tristón y arrabalero.
Cuando iban pasando las fragancias expedidas desde las
cocinas en que hasta ollas de barro entraban en la cocción, de esas delicias de
la comida paisa, entraba a sus anchas la modorra del medio día, a ese letargo,
lo seguía un silencio sepulcral. Todo era desolación y sin quererlo, nostalgia.
El sol cansado de iluminar los tejados pardos por el tiempo que cubrían la
hidalguía, la nobleza y el señorío de sus habitantes, le iba dando paso a la
oscuridad, era la hora precisa en que hacía su aparición Guillermo Toro con una
extensa vara, derecha como su existencia, acondicionada en una de sus puntas,
para ir juntando la cuchilla dejando pasar la corriente que iluminaba el “foco”
(bombillo), para que una luz mortecina, vaga y alicaída dejara ver el frontis
de los caserones, las bellas caras de las damitas y la alegría de los infantes
que iniciaban el juego de pirinola, trompos y algunas veces pelota envenenada,
que algunos padres no compartían por el peligro que podía representar. En la
intimidad de la alcoba, la niña casadera se daba los últimos retoques con un
rubor tenue en sus mejillas para esperar en la inmensa ventana “arrodillada”,
al galán que después de muchos lloriqueos, los padres le dejaron dar la
“arrimada”. Aquella estampa de sencillez que cobijaba diariamente el poblado se
consumaba, con el acto de amistad y fraternidad entre los habitantes, cuando el
niño pequeño de la familia Montoya, tocaba la puerta y decía: “Qué aquí le
manda “miamá” esta mazamorrita.”
Alberto.
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