Idealizar aquel tiempo enredado en la zarza del recuerdo,
ensalzar los parajes adyacentes enverdecidos de pastos, árboles frutales, surcos
de pan coger, encumbrar la delicia del airecillo madrugador o ennoblecer el
comportamiento de sus gentes, no se pueden llamar especulaciones, teorías o
pensamientos de un maniático soñador, es la evocación genuina de quien vio con
la mirada limpia de niño, esa, que apenas despierta asombrada ante las bellezas
del entorno, traslada esas imágenes a la mente (potencia intelectual del alma),
ahí se apertrechan para siempre, para con el correr del tiempo irse
configurando como historias y depositarlas con amor entrañable a los nuevos
habitantes, que sepan que hubo un ayer y…aquellos congéneres, vuelvan a vivir
siquiera por un instante, la paz de ese entorno. Ante la mirada de delicia de
los niños, iban pasando los entrañables carros de bestia que llegaban con una
puntualidad militar, para entregar en las tiendas de abarrotes, situadas casi
todas en la parte nororiental, los encargos hechos. Siempre llegaba de primero
Germán Montoya con su jamelgo de inmensa contextura, mientras los otros,
hermanos o sobrinos, contaban con mulas algunas de estas, con muchos años
encima. A eso de las tres y media de la tarde, empezaban el retorno a sus hogares
en el Pedregal condominio de esa acrisolada familia de cocheros fundadores del
transporte en el Sitio y la ocasión de los párvulos que salían de la escuela de
niños, que vivían por aquellos entornos, para colgarse por debajo del planchón,
en el eje que unía las ruedas de madera, para viajar más rápido a tomar el “algo
parviao” en el refugio del hogar, muchas veces bajados a punto de soga y de
sobremesa, el hijueputazo.
Cansado ya el sol de entrar a los anchurosos corredores
enladrillados y visitar de una en una las amplias piezas de la casa, en que el
cuadro del Corazón de Jesús daba la bienvenida, iba tenuemente la oscuridad
apoderándose del espacio, era el mejor momento para que los infantes se tomaran
por asalto las calles y más de medio parque; hacían aparición chiquillos de la
calle de la Rosca, Chispero, la calle Mejía y comenzaban a jugar partidos de
fútbol con pelota de números que siempre terminaban cuando el dueño de la bola
porque iba perdiendo, la recogiera y se fuera. La cosa no terminaba ahí…se
iniciaba el botellón que muchos al brincar aprovechaban para golpear con fuerza
al inclinado en los glúteos, factor que prendía la pelea que se apaciguaba con
el coclí:, el que lo vi lo vi y el que esté detrás de mí no pago. Las niñas en
el quicio de la casa mientras tanto jugaban esconde la correa, a la gallina
ciega o a las mamacitas; el ambiente era de agitación, movimiento, bulla y
algarabía bajo la mirada escrutaste de los padres; algunas damitas casaderas se
reunían en frente de los hogares a contarse de sus amoríos escondidos o a hacer
coros con tonadas sentimentales. La noche se ponía oscura, pues el bombillo no
alcanzaba a despejar lo lóbregue del momento, ese era el mejor instante y antes
de ser llamados a dormir, jugar el escondidijo. Una noche como tantas se empezó
el esparcimiento, el que le tocaba buscar iba descubriendo compañeritos en los
puntos más extraños. La diversión consistía en escudriñar a los que se
ocultaban hasta encontrarlos; uno a uno descubría…faltaba uno. Detrás del
kiosco, nada; agazapado en los árboles, tampoco. Corría la noche y no daba con
el último. No lo encontró porque el padre lo cogió de la oreja y lo llevó a
dormir sin que él se diera cuenta…
Alberto.
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