HUBO UN TIEMPO…
Corría el meridiano del siglo pasado, el acontecer exhalaba
otro ambiente. Los hogares, seguían los ritmos de una batuta que ejecutaba los
movimientos, con el saber del corazón y la responsabilidad. Existían escuelas y
colegios en que se enseñaba primero la honradez, que, a contar el dinero, el
respeto antes del poder. Las aves trinaban sin asfixia, el verde de los campos
era el color natural, la nieve era perpetua, el agua corría a raudales; los
niños jugaban ingenuamente por la cornisa de la imaginación. Las reuniones
familiares, eran un festín de aprendizaje en donde los lazos de amistad, se
ligaban hasta el pretérito. Para aquel entonces, las fincas enchambranadas eran
sagrario de la heredad, reposo del carriel, ruana, machete y dados que rodaban
lanzados por las manos callosas del campesino labrador de sueños e ilusiones,
hoy, convertidas en lupanares de orgías promiscuas irrespetuosas del
abolengo.
Por las calles se caminaba con la cabeza en alto, llevando
siempre una sonrisa al encuentro del trabajo honesto, sin negar un saludo a
quien en la travesía se atravesaba. Simple gesto de urbanidad. Los asilos, eran
lugares casi ociosos, pues las familias adoraban a sus ancianos ellos,
representaban la hidalguía acumulada en el venerable patriarca, de caminar
lento atiborrado de historia, que al narrarlas quedaban marcadas en el alma.
La niñez, correteaba alegremente fuera de temores, sin encontrar al paso libidinoso hambriento que mancillara la castidad de los sueños y borrara por siempre, la expresión de alegría en la faz angelical. Era satisfactorio, llegar al hogar perenne en que irradiaba el amor encasillado sobre el ejemplo y ser recibido en los instantes de angustia, por unos brazos de comprensión, prestos irrestrictamente a brindar ayuda. Hermosa y despampanante la lozanía de la mujer, maquillada por el poder de la naturaleza e irreprochable el donaire con que matizaba la pulcritud de su dignidad.
Alberto.
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