No es que se haya creado rancho aparte en el pasado, más
bien, es un simple hecho de gratitud a la configuración de un conglomerado de
caserones de calicanto y bahareque; de individuos procreados por el amor y
paridos por la honestidad; mujeres forjadas para laboriosidad y arrulladas en
la cuna de la dignidad; ese maremágnum de encantos, hechizos y sortilegios,
hicieron nacer en un corazón de rapaz, un amor sempiterno por el villorrio
bañado por un río y protegido como un búnker por montañas altaneras salpicadas
por casitas de chimeneas, chambranas de macana, vaca cachi mocha, perro criollo
y rezo del ángelus. Si no trajera ese ayer a revivir, a mostrar los encantos
bucólicos y la armonía, la conciencia (juez implacable), daría una sentencia de
culpabilidad que pagaría en la isla tétrica de la soledad en un lugar gélido.
Rastreando en ese ayer se ve los alrededores del parque en la parte occidental
con dos guayacanes amarillos, uno en frente de don Belisario Toro y un poco más
abajo diagonal al kiosco, ahí en ese lugar, se llevaban a cabo peleas de boxeo
montadas por el hermano de Julio Gaviria (Chonto) el singular arquero de
fútbol; al frente de la anterior tienda de Luis Gil, estaba sembrado un
algarrobo en que se oían cantar cucaracheros y los azulejos formaban nidos. Al
oriente, los frondosos árboles de mango, hoteles cinco estrellas para todos los
pájaros.
Siguiendo el recorrido por la antigua topografía del esplendido parque, están al frente del atrio los carboneros y entre ellos, unos que llamábamos “mionas”, ya que el fruto al apretarlo lanzaba un líquido, de lo que los niños hicieron un juego, causante de más de un disgusto y para acabar de ajustar, una pela al llegar al hogar. La quietud del parque de pronto se fue disipando, era el binomio de hombre y bicicleta que rodaban falda abajo en alocada carrera, ya las deslumbrantes por la parafernalia de los hermanos Montoya (Horacio y Genaro), que estaban llenas de pequeñas bombillas, farola, espejos, sillín acolchonado, retrovisores, parrilla y dinamo, admiración de todo el contorno, fueron proscritos ante la ola de velocípedos aparatos destartalados unos, algunos con manubrios encorvados y otros en buen estado, que inundaron las callejuelas del apacible poblado; culpable Jesús Gallego (Chucho) quien gozaba contando los pesos que pagaban los mocosos por un cuarto, media o una hora de alquiler y que algunas veces se extendía, porque habían unos lanzados que llegaban hasta Hatillo. Los niños enloquecidos por el alquiladero y los padres que se los llevaba el diablo.
Alberto.
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