Cruzaron raudos la vega del río, él y Biyú el perro
compañero, se sentaron a la orilla a ver
con detenimiento el juego de las olas y el remolino en el que bailaban las más
dispares de las suciedades arrojadas irresponsablemente, veían como el agua
unas veces las hundía y otras trataba de arrojarlas fuera para que dejaran de
contaminar; el silencio del ruido entre ellos estaba presente, pero estaban
comunicados con el corazón constantemente; la blanca cigüeña se posó en el
empinado sauce, en que su vaivén sensual
le propinaba junto con el aire, la paz infinita del ensueño , ella, como ellos,
oteaba el ambiente de calma en que solo la brisa movía las hojas de los
arbustos, las afiladas de los cañadulzales y jugaba entre la corriente del
afluente. Al frente de sus ojos estaba la ribera en que estaba el intrincado
sendero del tren, con sus gruesos polines o traviesas que soportan los
brillantes rieles en el que el monstruo movido por carbón de piedra, se desliza
haciendo que la tierra tiemble ante su arrollador paso y el pito de gratitud
cuando los pueblerinos izaban sus pañuelos en son de despedida. Los gallinazos
avizoraban desde las alturas algo en descomposición para cumplir la misión de
descontaminación, mientras las hormigas cachonas formaban caminos cargando cada
un trozo de hojas, en unión envidiable; el perro con su ladrido le avisaba que
por entre los matorrales brincaba el conejo para escabullirse a la cueva
profunda, mientras divisaban a hombres semidesnudos a metros más abajo,
dedicados a extraer arena y cascajo, dejando ver en su piel morena, las
inclemencias del clima. Cogían la batatilla que comerían sus cobayos y
regresaban al hogar.
Las costumbres en el pueblo, se arropaban fuertemente con grandes cadenas de decoro, tratando de que el ambiente familiar, sus tradiciones ancestrales, no fueran hacer violadas por la llegada de fuereños. Un día grandes empresas hicieron petición para afincarse en el suelo fundado por el mariscal Jorge Robledo, los pequeños terratenientes pusieron el grito en las alturas, para manifestar el rechazo dijeron al unísono ¡NO! Aquellas compañías se apuntalaron en hermana población de Girardota. Era don Félix Montoya otro integrante de la cofradía de los transportadores en carros de bestia, que ya cansado por los años tomara la decisión de hacer acarreos dentro del área urbana o algunas saliditas por ahí cerquita puesto que su “macho” (mulo) brioso de otrora, era ya un animal cansino y no aguantaba viajes hasta la capital y él, tampoco. Se le veía cargando tejas y ladrillos desde el tejar de los Zapatas, arena, gravilla y cascajo a la orilla del río o ayudando algún trasteo de una familia. El niño lo tenía observado pues siempre tenía que pasar por el frente de su casa, deseaba estar sentado junto a don Félix, ahí, cerquita del animal y llegó el día. El viejo a pesar del genio disparejo lo dejó que se trepara y de un salto estaba en el lugar soñado. Caminaba lerdo, pesado y torpe en el andar, no escuchaba los hijueputazos ni el arre macho, entonces don Félix sacaba del descolorido carriel, un enorme clavo que iba a introducirse en las ya laceradas, magulladas y heridas posaderas única forma de empezar a trotar. Aquella experiencia que buscaba tener felicidad, le dejó un recuerdo triste al ver que al anciano lo pullan para que pueda terminar su destino.
Alberto.
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