¿Y…cómo no llorar?
Con el correr del tiempo se fueron desvaneciendo hasta
perderse, actitudes y cualidades engalanadoras de los especímenes que ocuparon
el espacio parcelado para acoger a los descendientes del alelado Adán y la pizpereta
Eva. La honradez, un día amaneció completamente desvencijada, descompuesta,
tanto, que ya nadie la reconocía; aquello de la fidelidad, le fueron cambiando
de nombre y alegremente la llaman bobada; ¿Amistad? Ya no existe. Ahora es el
fajo de billetes en el bolsillo, la chequera o el escalón social el que es
“respetado”. La felicidad sincera, es un espejismo que atraviesa la mente
haciendo ver una realidad inexistente; de un momento a otro se desprendió el
alud del existencialismo, tapando todo aquello que antes era delicadas
virtudes. Los cambios en la sociedad se iban haciendo visibles, primero en las
grandes urbes, hasta irlos observando la forma atrevida en que trepaban a los
riscos, murallas que guardaban la dignidad del campesino, que fue doblegándose
pasivamente al sibaritismo, hasta el punto de renegar del surco, el arado, la
parcela, el chiquero de los marranos; el gallinero y la recogida de los huevos,
ya era tormento la búsqueda de la leña para el fogón de tres piedras y el
Ángelus vespertino le dio paso a la aspiración de efluvios engañosos de
bienestar irreal que al ir despertando, sé es ya un guiñapo, al que las miradas
se pasean sin detenerse, dejando ver el signo del terror y miedo. El fin de la
estirpe que llenó de gloria las gestas de la arriería y el abandono de la recua
de mulas, hizo que el arriero solo perduraría en libros de lomos gastados en
repisas desvencijadas de un corazón envejecido.
Mucho antes de que el llanto empiece a brotar y el espeso de las lágrimas nublen la mente, se debe ir entregando de aquel pasado en el villorrio de la virgen de La Asunción, acaecimientos del cuotidiano vivir, en los que se entremezclan alegrías desbordantes o penalidades, que son como los dos caminos transitables de la humanidad. El teatro Gloria, era ese sitio perfecto para que una sociedad pasiva, calmada y sin muchos lugares de esparcimiento, lo tomara como la zona de salvamento, a pesar de que las bancas estaban hechas más bien para incomodar que para dar descanso; las películas venían muy maltratadas y constantemente se reventaban, momento aprovechado por la chusma de los fogoneros para insultar a Horacio el cabezón con gritos ensordecedores, para calmar el instante se prendían las luces, acto que calmaba el ambiente. Aquella noche se había ido a ver: Yo maté a Rosita Alvírez, con Luis Aguilar, ese día la cámara pasó la cinta sin ningún tropiezo. Para llegar al hogar, debía pasar el hermoso puente de Imusa, la casa finca de mama Luisa y la bendita entrada al cementerio; en la parte alta del camino sinuoso, torcido y desigual, en la oscuridad atravesada por uno que otro cocuyo empezó a ver un bulto negro, el golpe sordo de una campana y una voz gutural llenándolo de pánico; volteo la cara al lado contrario de la aparición “fantasmal” corrió como un gamo dejando atrás la entrada a la Azulita, el puente de las Sinarinas, entró al hogar…al día siguiente supo que un señor había comenzado la devoción paisa del animero. ¡Esos sí son espantos!
Alberto.
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