ESPIRALES DE HUMO.
Se había empezado los cambios naturales de la
biología, los carritos de madera con que cargaba montoncitos de arena, jalados
con una pita, se fueron adormir por la indiferencia del otrora niño, al rincón
de san Alejo, la cauchera quedó chilingueando en el escaparate del olvido; los
juegos de esconde la correa, botellón, pelota envenenada, escondidijos, pares o
nones se fueron diluyendo como las bocanadas de humo del cigarrillo al ser
lanzadas al aire, dejando el fuerte olor del alquitrán; a medida que la
morfología iba cambiando las cosas que hacían feliz al párvulo, se disolvían
envueltas en el vaho inhumano de la omisión, los programas radiales del Capitán
Silver y Chan Li Po, no se estacionó más el dial en esa frecuencia; las
entradas a la panadería La Reina en busca del “rollo” o el encarcelado se
terminaron aunque al pasar sentía nostalgia de saborear aquellos encantos. En
las proximidades de diciembre no le despertaban ese vibrar del corazón para
pedir aguinaldos a la pajita en boca, tocar y no fruncirse, hablar y no
contestar; esos simples instantes dejaron de hacer presencia en el mozuelo que
empezaba a dibujar un ingenuo bozo. No tenía tiempo para oír las noticias de la
Voz de Antioquia por Pablo Emilio Becerra o las de la Voz de Medellín narradas
por Luis García, aunque aquellos informes hablaban con 15 días de retraso de la
toma del paralelo 38 en la guerra de Corea. Él, a pesar de no poder al hablar
esconder su piti-gallo, quería pensar como un hombre libre.
Decía Federico García Lorca “No hay nada más vivo que un recuerdo”, lo corrobora el hecho de tocar constantemente a las puertas del alma de quién les abre los portones y ventanas para que no encuentren empalizadas que obstruyan su llegada. En un instante se vino aquel, en que tomó el camino del hogar un día despejado, brisa con olor decembrino; junto a la virgen que le daba entrada a la pendiente del sedero al morro del cementerio, echó una mirada a la casa finca de “Mama Luisa”, al grupo nuevo de casas del naciente barrio de la Asunción y empezó a trepar. Blanco signo de pureza el lugar del descanso eterno, se sentó y estiró las piernas al borde del vacío del desfiladero. Lo arropó una estasis mientras se llenaba de ensueños. Lanzaba la mirada hasta donde el cielo se besa con la montaña allá al morro del ancón, en que la leyenda despertó la codicia; más acá la humareda del trapiche de los Gómez en el Cabuyal. No quería volar con la imaginación y sí, con alas propias; pasar por la vieja escuela y ver sus patios, elevadas puertas y ventanas, la fontana y los educandos en completa formación; poder tocar en elevada torre del templo los nidos de las golondrinas, pasar una y otra vez por la morada de la niña que admiraba; ver en los patios la laboriosidad de las matronas, llegar muy cerca donde nace el sonido del yunque, pasar rozando por sobre la blancura de los toldos domingueros aspirando su fragancia de autenticidad, dejando escapar un débil lamento que se vuelve grito al retornar a la realidad. Aquel recorrido quimérico pareciera tenía la intención de gravar estampas de un Copacabana que no volvería a ver, porque el poder de los años trasformaría hasta hacerla difícil de conocer.
Alberto.
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