COSAS Y SERES INCRUSTADOS
Al sentarse a observar el jardín, que él llama mis
chamizas, buscando tranquilizar su estado ciento de veces alterado ante los aconteceres
de la época, período que desvirtuó todas las leyes, normas y cánones de la
actividad humana, que servían en el ayer para socializar el respeto; mirando el
salto de la lagartija de una mata a otra detrás de un pequeño insecto, el
brotar de un capullo de la flor, el nacimiento en la crisálida de la mariposa o
ver el amor de la abeja puesto al tomar el néctar que la hermosa flor le depara
o el movimiento que el airecillo efectúa sobre las hojas, van calmando el
desasosiego que la incompatibilidad con el perturbante periodo le golpea el
ánimo, robándole en algunas noches la paz absoluta del sueño, es ahí, que
usando la reminiscencia, se traslada a la paz de la vieja Copacabana, empezando
hacer extensos recorridos por veredas esquivando matorrales, quebradas,
desfiladeros y hasta jauría de furiosos guardianes de sembradíos; recorre calle
por calle, mira sí en algún postigo alcanza a ver un rostro conocido aunque sea
desfigurado por las arrugas o el cabello blanco, ahora, de aquella que se
robaba las miradas de los mancebos; busca con avidez si está abierta siquiera
una de las cantinas para echarle la moneda al piano, llegar al mostrador del
cantinero amigo, saludarlo con afecto y pedirle un aguardiente doble; recorrer
el alrededor del parque e ir divisando los antiguos caserones, mirar si en las
bancas están su grupo de amigos de aquellas tertulias sencillas, acogedoras en
que los chascarrillos hacía brotar la risa; el dolor no había hecho su penosa
entrada ¡Todos estaban juntos!
En ese estado de meditación encaminó sus pasos por la
orilla de la antes caudalosa quebrada de Piedras Blancas, por entre los
guayabales alcanzó a ver un hombre semidesnudo, con una totuma sobre la cabeza,
aguzó la mirada vio en la mano una media cuchilla y que, con cuidado, iba
haciéndose el corte en el cabello. Sí, era Pacho Sengue, quién perdió la razón
de forma misteriosa después de haberse ido a la ciudad de Cali, caminaba largas
distancias usando la vía del tren, era apacible y solitario. Aquella imagen le
recordó viejo consejo del tío aventurero: “Cuando llegue a lugar desconocido y
le brinden algo, solo recíbalo con la mano izquierda”. Se encaminó con pasos
lentos pero seguros hasta el edificio que albergó por mucho tiempo la
entretención de los pueblerinos, y qué él, desde que salía a las carreras de la
escuela de “don Jesús”, no podía pasar derecho, no. Ahí detrás de la pesada
reja estaban las carteleras con las fotos de la película del domingo en matiné,
vespertina y noche ¡Claro, el inolvidable teatro Gloria! Recuerda sus dos
plantas abarrotadas en días de Sema Santa con la super producción “La Pasión de
Cristo”, creía escuchar sollozos de las matronas, era tanto el recogimiento,
que ni los fogoneros se atrevían a romper el silencio. Por mucho tiempo fue
administrado por don Ramón Fonnegra y sus hijos, Toto, uno de ellos, era el
maquinista del proyector ¿Quién lo dejó morir, por qué? ¡Démosle nuevamente
vida!
Alberto.
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