No había llegado el momento de alargar los pantalones,
eso lo mortificaba, quería ser ya un hombre para entrar a las cantinas y
echarle 5 centavos al piano, hacer carrizo sentado a la mesa en el Café Pilsen
que quedaba en lo que hoy es Palacio Municipal. Eran muchas cosas que haría
cuando ya se pusiera sus pantalones largos, pero mientras tanto, seguiría
arrastrando el carrito de madera traído del Niño Dios el diciembre pasado,
mantener el taleguito hecho por la mamá para guardar las bolas compradas en el
almacén El Niño, sin faltar el trompo Canuto, que don Lalo Sierra vendía cerca
de su casa. Las expediciones del granuja por las calles, el parque y aún dentro
del templo, eran los escapes de la mirada vigilante de los venerables padres
que no pocas veces terminaron en pelas, pues ellos querían a toda prueba sacar
hombres de bien; a la verdad, en Copacabana de aquel entonces, no había manera
de que el mal se apoderara de una criatura inocente, la paz se descolgaba desde
las altas montañas y se irrigaba por entre las rendijas de los portones
llegando hasta los solares, para ir a descansar en la silla mecedora de la
abuela que ya no estaba, pero quedaba el cristo adherido a la camándula de
chumbimbas y en la mente los consejos dados mientras zurcía los calcetines; lo
mismo hacía el viento que venía del norte, recalcaba en el zumbido y ronroneo cuando
con suavidad besaba la copa de los árboles o la esbelta palmera, lo hermoso de
la armonía en los hogares. No. No había peligro. Las semanas eran como calcada
la una de otra, todo acontecía con irrestricta igualdad, a la salida de los
educandos en las horas de la tarde, gritería; a las doce y a las seis, la
sirena de Imusa era un faro para la feligresía; las sirenas de los carros de
escalera cuando llegaban; las campanas de la iglesia, llamando a misa, Hora
Santa, Trisagio y el rosario vespertino, cada uno se sabía de memoria el
movimiento del poblado. ¡Absoluta paz!
No así los domingos. Todo cambiaba, hasta la actitud
de las gentes. En los rostros se veían sonrisas, en los cuerpos se acoplaba la
“muda” nueva o dominguera, por las bocacalles que conectaban con los campos,
aparecías las bestias con carga de pan coger, la matrona de la estirpe
horqueteada de medio lado a la silla en la bestia o las gallinas en las
angarillas; el movimiento en las cantinas de obreros en busca de retozo mental
del laboreo, en un juego de billar, agregándole unos buenos tragos acunados por
tangos tristones. En el costado nororiental en frente de las cantinas en que la
música “guasca” sonaba, hí mismo, debajo de los frondosos árboles de mango,
estaban con su blancura, recuerdo de una estirpe paisa, los toldos. Ya el padre
Sanín había terminado la solemne misa de 9 que era la misa mayor. Las viejitas
camanduleras y chismositas hacía su acostumbrada reunión, los señores prendían
su tabaco o el cigarrillo. En la esquina del café Pilsen empezaba a redoblar un
tambor, la gente se iba remolinando alrededor del ejecutante. Había llegado el
instante del Bando. Se dice que el primer bando viene del franco ban, haciendo
referencia a un edicto o sea, comunicado oficial que da alguna orden; dentro
del redondel de espectadores aparecía el secretario de la alcaldía casi siempre
de gruesas gafas de carey con un manojo de hojas de papel tamaño carta u en
ocasiones el mismo burgomaestre era el que iba leyendo el comunicado de
restricciones para las comunidades, momento que no desperdiciaba algún
politiquero para darse a conocer gritando abajo las medidas u en el peor de los
casos, el borrachito que salía de la cantina y con entonado acento decía: “Eso
no sirve pa puta mierda.”
Alberto.
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