Aquella niñez y hasta muy entrada la pubertad, era
dinámica, casi, de fortaleza extrema. El Sitio de la Tasajera, permanecía en un
estado bucólico, pastoril e idílico que hacía posible desfogar la intrepidez de
los párvulos; rodeaban largas extensiones de mangas el caserío del centro del
pueblo, con aquel toque verde que daba frescura e invitaba a la chiquillería al
disfrute y a la creación de amistades desde que comenzaban a escoger los
jugadores de partidos interminables, con aquel pico-monto o al apostar carrera
al que llegara primero donde estaba la vaca estrellita mascando la hierba,
semidormida, pasando el alimento de uno en uno los cuatro estómagos, más aún,
en las caudalosas aguas de la quebrada Piedras Blancas en charco Verde, Charco
Piedras o cualquiera otro construido por los críos en el largo trayecto desde
la montaña, hasta la desembocadura en el río Aburrá. El baño escogido después
de trepar por las riberas desde la entrada desde el puente de Imusa, se
prestaba inmediatamente a las zambullidas, en el juego de la “Chucha” por entre
piedras, zarzos, tuneros, plastas de boñiga, hasta que comenzaba la desbandada al
oír: Tapada y me salgo sin ella; otros menos intrépidos, apostaban al que más
durara dentro del agua, mientras aquellos, dormitaban encima de una roca al
calor del sol ardiente del medio día a la vez, que secaban los calzoncillos cuando
no llevaban la prenda indicada. Los alrededores estaban cercados por cultivos
de caña de azúcar que arrancaban, pelaba y devoraban con la destreza de un
conejo. No faltaba merodeando los charcos a dos personajes, eran “Magín” y Come
Tierra, el uno observando sin malicia los juegos y el otro, encuevado buscando
oro en las orillas.
Muchos de los juegos eran inventados por la
imaginación y otro tanto por la tradición. En las empresas botaban unas canecas
grandes de cartón en que venían las materias primas, que unos anillos metálicos
daban consistencia, de esos, se sacaban el aro para hacer nuestros “carros”
dándoles velocidad impulsados por un gancho que asimismo le daba el rumbo;
orgullosamente salíamos a hacer los mandados haciendo piruetas con ellos.
Cuando aún se era escuelero en aquel refugio hermoso de la escuela de niños, se
creó la costumbre de llegar a las carreras hasta la inmensa reja de hierro qué
dividía la curiosidad de los infantes, con las carteleras en que anunciaban las
próximas películas. Para aquella época lejana se hicieron de moda la Wéstern o
película del oeste. En las fotos aparecían con sus vestidos, sombreros,
espuelas, inmensos revólveres y bellos caballos los héroes de la conquista del
Oeste, John Wayne, Roy Roger, Hopalog Cassidy y Tom Mix. ¿Vamos a venir? Era la
pregunta y la respuesta: ¡si mi papá me da la plata! Todos quería ser valientes
cómo aquellos vaqueros, de eso nace el juego “del camán”. Se formaba un grupo
grade de niños y se dividían en formas iguales; había quienes tenían pistolas
de carey idénticas a las originales, pero la mayoría con cualquier palito
simulaban el arma. Se desperdigaban y empezaban a buscarse y cuando se
detectaba al contrario le gritaba: “Camán, no se mueva y si no hacía caso, le
“disparaban.” Caiga mijo, le decía y caía”. Aquello era la delicia en un mundo
sin convulsiones y de una sencillez que daba alegría y absoluta paz.
lberto
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